Fuimos a la corrida que se dio como la trama de la novela de Malcom Lowry, y que tituló a la misma: Bajo el volcán. El festejo se celebró en Tlachichuca, estado de Puebla, a las faldas del Pico de Orizaba. Fueron seis toros de Tenexac, para Uriel Moreno El Zapata, José Luis Angelino y Angelino de Arriaga. Media docena de cárdenos, fuertes, chatos de los hocicos, astifinos, preciosos de lámina, de caja honda, cabos refinados y rabo hasta el suelo, o sea, entipados en lo de la casa, muy bonitos, muy finos y muy bravos. El párrafo descriptivo para ese hierro lo tengo hecho. Con tales antecedentes, supongo que nunca adivinarían ustedes en lo que acabó la tarde. O ¿sí?. Me juego lo que quieran a que no se les ocurre lo que pasó.

Bajo el volcán, al igual que la primera parte de La divina comedia, de Dante, trata el relato de un descenso a los infiernos. En este caso, un ascenso a los infiernos. Todo el que ha encumbrado un volcán sabe que para llegar al cráter hay que subir por horas haciendo un gran esfuerzo. Pues, la parte ascendente corrió a cargo de los toros que a pesar de haber sido mutilados conservaron intacta su bravura. Es que los tres matadores acordaron que para picos con el del montaña más alta de México bastaba y mandaron, autorizaron o consintieron –da lo mismo- que les dieran serrucho a los de Tenexac, tan bárbaramente y de una manera tan grotesca que el primero de José Luis Angelino de plano saltó a la arena con un lazo enredado en los cuernos, el mismo con el que lo habían levantado para volarle las puntas. Y otros dos, ya en el ruedo sangraban de los muñones. Parecía que los habían arreglado para rejoneadores.

Por su parte, el descenso de la cumbre corrió a cargo de los tres toreros que simularon un encuentro leal con los toros, cuando de ningún modo fue así. Hubo lances buenos y pases que también lo fueron, pero no siendo sustentados con la verdad, no valieron ni medio centavo partido por la mitad. En cambio, los toros pelearon su batalla anticipadamente perdida y lo hicieron tan bien, que dos de ellos merecieron el arrastre lento. Fue un desperdicio de bravura, de fijeza, de arrancadas de largo, de claridad en la embestida. Al diablo los cuatro años de buena crianza.

Recortar las puntas de los pitones es una trampa cotidiana en la fiesta –permítanme reírme- de la verdad y la vergüenza torera. Cercenar casi un palmo de cuerno es una cochinada fullera. Si al campeón de los cien metros planos le recortaran las uñas de más, verían dónde quedaba el récord olímpico. Si a Manny Pacquiao, antes de una pelea,  le mutilaran una falange el campeonato se iba al carajo y a él le arreglaban su asunto con dos guantazos.

El toreo moderno es el juego de las apariencias. Antaño, el enjuague de arreglar los pitones se hacía muy discretamente y por debajo de la mesa y los resabios se cuidaban bien para no parecerlo, pero ahora, hemos llegado a ser tan cínicos que ya no nos avergüenza nada. El viento que bajaba del glaciar cortaba de frío, pero nosotros ya estábamos como paletas desde que salió el primero de la tarde, nos habían dejado helados el malacate, la escofina, la segueta y las malas mañas de los tres toreros que muy ufanos y sin el menor conflicto existencial, se iban a hombros.

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México