Podrían pasar por fotografías de cuando el toreo se retrataba en color sepia. Los toros de De Haro fueron una evocación, no sólo por la movilidad y por lo encastados, sino –incluso- porque algunos tenían la carita de los “piedrasnegras” de antes. No hubo excesos, pero sí mucha seriedad. Preciosos de hechuras y de capas, sin demasías en los pitacos, pero bien armados. Siete pelearon dignamente en varas y casi todos fueron un manifiesto: La bravura tiene un alto grado de toreabilidad.

El primero de la tarde, “Volcánico” lanzó lava en las verónicas del confirmante. Luego, la lluvia ceniza que era el cárdeno envolvió al coleta que no se estaba quieto. La erupción de este toro ardiente hizo que el torero colombiano se desdibujara, dándole luz a un ejemplar que no permitía errores. Viviendo una Pompeya a dos calles de Insurgentes a Ricardo Rivera se le petrificó el ánimo. Por su parte, Federico Pizarro recibió al segundo largando trapo en alejados lances fundamentales. La faena de muleta la propuso con señorío a doblones rodilla en tierra, hasta que el toro atizó un ¡basta! y lo enganchó por una pierna. Se sobrepuso, cómo no, si a eso había venido. No le alcanzó el denuedo para sacar todo lo que “Gonzalero” tenía adentro. Finalmente, Pepe López desperdició dos torazos, entre ellos a “Camorrista” que fue magnífico. De esta manera, se dio de bruces con la crudeza del toreo asomándose al doloroso principio de su nivel de incompetencia.

Como el cartel no anunciaba a toreros de cara bonita el tendido de sombra estaba casi vacío. Como la papeleta anunciaba toros de verdad, en el lado de sol había una entrada aceptable para ser el último domingo del año 2013. Ya se sabe, desde el principio de la historia humana el toro ha sido un animal de culto, debido a ese atavismo y seguros de que habría mucha bravura, la mayoría asistimos convocados por los merengues. Salimos satisfechos. Habíamos ido a ver a los De Haro y estos cumplieron cabales. Buenos o malos, los que tienen casta siempre son emocionantes. La frase legendaria había sido desmitificada: Los toros sí tienen palabra de honor.

Lo que pasa en la Plaza México es que una baraja de divisas muy incompleta sirve de base para sostener la temporada grande. A los de la clase alta en el escalafón sólo les interesa lo de embestida boba y no los encastes señeros que sirven para levantar pendones. Especialmente, las figuras españolas en el pecado llevan la penitencia. Su predilección por las “marcas de prestigio” los llevan a preferir toros de tercera con fama de ser de primera. El domingo, hubo un encierro para consagrarse como maestros. Seis cárdenos fueron ovacionados, de los cuales, dos eran de arrastre lento, en cuanto al séptimo, debió recibir el homenaje de la vuelta al ruedo. El juez, o no se percató de ello, lo que lo deja como un inepto, o no recibió la orden de sus patrones de la empresa, lo que lo pinta como un servil y, de todos modos, sale muy mal parado. Al final de la corrida, los aficionados queríamos aclamar al gran ganadero Antonio de Haro en una vuelta al ruedo, discreto como es, sólo saludo en el tercio.

Con sus toros, Vicente, Antonio e Ignacio nos devolvieron la emoción que nunca debió haberse ido de la tauromaquia. Por la plaza campeaba la impronta de don Manuel de Haro. En el ruedo, uno a uno, se lidiaron los toros con los que él soñó alguna vez. Por la arena, el pálpito mítico del viejo ganadero y el registro dramático de los toros criados por sus hijos dejaban en el paladar el regusto de lo auténtico. Era que, ante todo, había primado la dignidad. La misma con la que don Manuel tomó sus grandes decisiones y sentenció frases templadas a fuego. La dignidad con la que Antonio de Haro es fiel a su propio ideal. La dignidad con la que Federico Pizarro se enfrentó al primero de su lote. La dignidad de López y de Rivera afanándose por parecer toreros valientes sin serlo, lo cual resulta de lo más enternecedor. Era que habían salido toros muy encastados. Entonces, los aficionados de golpe lo recordamos: el ruedo es el escenario de la dignidad. Con solera e ilusión, en una tarde quedó reestablecido: el toreo, ejercicio sostenido por fuerzas encontradas, siendo tan fugaz y duradero, tan honorable y embaucador, tan luminoso y melancólico, tan tierno y cruel al mismo tiempo, es la cosa más bella del mundo.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP