A Víctor Barrio, que se marchó persiguiendo un sueño.

A Raquel Sanz, que ese sueño se le volvió melancolía.

No ocurre muy seguido, pero hay actos humanos que me emocionan, me hacen sentir lúcido, con muchas ganas de volver a ver a personas que se han ido, de intentar la vida una vez más, hasta de amar a la humanidad y sobre todo, de ponerme a escribir.

Juan José Padilla se echa a andar para un brindis, en la mano izquierda lleva la muleta plegada y el estoque cruzado sobre ella. Con la derecha sostiene la montera. Se percata que ha rebasado el sitio y vuelve sobre sus pasos. Se detiene frente al elegido y lo llama por su nombre, le brinda la muerte del toro. Es James Cosmo, el actor británico que dio vida al personaje “Jeor Mormont” en Juego de tronos, esa serie de televisión que nos muestra lo que los hombres y las mujeres somos capaces con tal de conseguir el poder.  Hasta ahí, lo del brindis tiene un interés social, cosas para llenar la página de una revista rosa con un par de imágenes y sus textos explicativos al pie de foto.

Sin embargo, en este caso, el hecho se fue a lo hondo. Mientras escucha la dedicatoria, Cosmo, una y otra vez, se lleva la palma de la mano al pecho, queriendo decir con ello que esta emocionado, que lo agradece de corazón. Lo conmovedor continúa, mientras Padilla da la media vuelta y se aleja en dirección del toro, el lord comandante del Muro en Juego de Tronos no se puede contener y por su mejilla resbalan lágrimas de sentimiento. Ha captado en toda su intensidad lo que vale el brindis de un matador de toros. Siendo el centro de atención, no se achica por el llanto y deja que las gotas fluyan secándolas con el dorso de la mano. Luego, acaricia con veneración la montera que ha dejado sobre la barandilla de la primera fila.

A mí, que cada día me vuelvo más sentimental, también se me nublan los ojos. Se está sellando una amistad, sí, pero a la vez, estamos testificando el nacimiento de una afición, la de Cosmo, que sólo morirá con él. Así es el toreo, apasionante y entrañable. No es difícil entender a un hombre que llora por el gesto generoso de un nuevo amigo que se arriesgará en el lindero de la muerte. Lágrimas de emoción y de cariño, lágrimas de gratitud, lágrimas tibias, leves, mesuradas y muy sentidas.

Cuando el toreo se conoce con apertura de mente, uno entiende por qué se le ama con toda la voluntad y de modo tan reflexivo. Lo queremos guardar en el alma como si de verdad se pudiera, y por ello, coleccionamos carteles, guardamos los billetes de las entradas, hay quien pinta la escena de la tarde, otros toman notas por el puro gusto de conservar en tinta lo que aconteció en la corrida, unos más, fotografían, y a la hora de traer a cuento los recuerdos acumulados, nunca dejamos de relatar aquel lance o la serie que se nos quedó grabada indeleble.

El toreo es, también, absurdo, anacrónico y nostálgico, tanto como para que un hombre exponga su vida en aras de crear belleza y en los momentos previos a poner las venas al alcance de los pitones, adelante la dedicatoria de su actuación a algún amigo, a una mujer querida o a todos los espectadores. Ahora más que nunca, desconsolados estamos ciertos de que lo de poner en riesgo su vida no son sólo palabras. El toreo es tan absurdo y anacrónico como para que en pleno siglo veintiuno, una tarde las cosas salgan mal y un toro le parta el corazón al joven torero Víctor Barrio en la esplendidez de sus veintinueve años. Tanto, como para que su esposa que lo acompañaba en la persecución del sueño que es el toreo mismo -porque además de entrañable, absurdo y nostálgico, el toreo es un sueño- ella, en un instante, se quedé con las manos vacías, los labios secos, el alma temblando de soledad y tristeza, y el corazón tan desecho como terminó el de su joven marido.

 

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México