Los años se vinieron encima sin ser invitados. En cinco lustros y medio, si hay salud, se va un tercio de la existencia y en ellos caben muchas cosas. Caminando se topa uno con las alegrías y las tristezas del mundo, se llena el baúl de la memoria. Después de todo, para eso existe la nostalgia, para perdernos en su niebla; la consigna es vivir cargando con ella, o pesar de ella, que da igual. Veintisiete años contienen muchas tardes de toros, muchos abriles en flor, cielos grises que se desaguan sobre la hierba de los potreros, capotes como olas rosas barriendo la arena. Noches de luna, primas, bordones y poemas. En veintisiete años, por ejemplo, cabe parte del memorial de Manolo Martínez. La historia de Currito que se murió de la mejor manera, es decir, aún fuerte, de cara al sol a media mañana y en medio del tentadero. El primer adiós de Cavazos, su regreso y nuevamente, su despedida. Caben completas, las carreras de Miguel Espinosa Armillita y la de Jorge Gutiérrez. Entre otros muchos sucesos, queda el capítulo de la desesperanza escrito sobre una Harley a cuenta de Valente Arellano.

 

Desde luego, perdido en el polvoriento paso de los años y en un lugar privilegiado del recuerdo, vestido de azul marino y oro, está nuestro entrañable amigo Gabriel Franzoni con su verde mirada triste, su hidalguía y el profundo respeto por los que en medio del ruedo no teníamos, ni remotamente, su coraje y sus agallas. Sabe usted maestro, eran otros tiempos, menos vertiginosos y conflictivos, más serenos y alegres. El paraíso perdido y no recobrable. Era fácil, bastaba con repetir un nombre, respirar una fragancia, besar a la novia bajo la sombra de los eucaliptos. Estaban también las canciones, las de Vicky Carr, Cat Stevens, y claro, Joan Manuel Serrat. Entonces, si llovía, las gotas tras la ventana escurrían despacio, suaves, justas.

 

Después, se quebraron los sueños y fuimos, no lo que quisimos, sino lo que pudimos ser. Ya ve maestro, los recuerdos me han puesto melancólico, así que hoy he guardado los filos de estoques y descabellos para tardes más benignas. Además, ¿qué le parece?, las corridas están suspendidas debido a la epidemia. Pobre México con sus incontables miserias, ser tantos y parió la abuela. Por cierto, esta última frase se la aprendí a usted.

 

La vida, que en ocasiones es una ordinaria, otras, se viste de luces. Nuestro encuentro al azar es prueba de ello. La convocatoria de recuerdos inclina la balanza y ha valido mucho la pena. Desde aquí, le abrazo de nuevo con todo el cariño de una despedida que se niega a ser tan prolongada.

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Luna