La escena fue de las que hacen un nudo en la garganta. No era para menos, Rafaelillo se la había jugado en plan canción de José Alfredo Jiménez, o sea, “la vida no vale nada y vámonos muriendo que están enterrando gratis”. Al toro de Adolfo Martín lo toreó con jirones del alma y por ello, había cortado una oreja. La vuelta al ruedo fue un paseo muy sensible, es que ese día en Valencia, se llevó a cabo la manifestación popular a favor de la fiesta de toros. Con ello se zanjó la deuda largamente aplazada que teníamos con los antis, años de aguantar  insultos, de oírlos gritar impunemente llamándonos asesinos, de hacer pintas en los coches de los aficionados. Todo eso más el oportunismo de políticos analfabetas  que en sus promesas de campaña se apuntan a suprimir el toreo.

Después de dar la vuelta al anillo entre ovaciones, homenaje por haberse pasado con todo decoro y arte los pitacos pintándole rayitas en los muslos, el torero murciano se fue a los medios a recoger la ovación. Entonces, el grito de “¡libertad!, ¡libertad!” estalló potente, circular y solidario, era como un martillo rompiendo cadenas de intolerancia. Mientras tanto, Rafaelillo, mostraba el trofeo conseguido por su pundonor al haberse dejado los alamares lustrosos de tanto rozar la piel del toro.

El grito fue un bálsamo y un desfogue. Una exigencia urgente en los tiempos soeces que corren, en los que todo el mundo nos quiere poner su bota en el cuello y resolvemos la vida esquivando las tarascadas que nos tiran los amos de la verdad, los dueños de la justicia, los poseedores del capital, los bribones que nos gobiernan.

Delimitar la línea del “hasta aquí”, demostró al mundo que somos muchos. No sólo los que allí estuvieron, sino los que respaldamos en espíritu, en redes sociales y según nuestros medios. Estos renglones son mi aportación para plantarles cara a los antis y a los políticos oportunistas.

Si supieran los antitaurinos que lo suyo está muy fácil. Snobs del activismo absurdo, se desgastan en vano al gritar consignas en la calle con alborotado entusiasmo de salvadores del universo. Ponerse, además, salsa de tomate en la espalda y tirarse sobre el piso de alguna rotonda, desfilar las mujeres en pantaletas y los pechos al aire, gritando lo de “¡tortura no es arte ni cultura!”, es pantalla para darse tono y sentirse activistas. Hay cuarenta mil cosas que defender antes que a los toros de lidia, por ejemplo, a las mujeres que corren riesgo de ser asesinadas en las calles de un México salvaje, a los niños olvidados, y ya en plan animalista, a los miles de cerdos que los domingos en los pueblos de este país, son degollados sin ninguna terapia. Sin embargo, hacia esa zona no alumbran los reflectores y puede que en vez de toparse con Enrique Ponce perfumadito y guapo, dándoles amablemente sus razones del porqué es importante que la fiesta permanezca viva, se las tengan que ver con un matarife que sin mucho discurso les envaine el cuchillo de desollar gorrinos.

Más allá de mantas de manifestantes y promesas de campaña, en México la cosa es muy sencilla, si realmente quieren acabar con la tauromaquia sólo basta con exigir a las autoridades que los reglamentos taurinos se cumplan en su totalidad. ¿Se imaginan?, entre otras cosas, lidias a cuatreños en puntas, prohibido matarlos en los caballos con el megapuyazo del picador-guerrillero que confunde la vara con un kalashnikov. Las corridas se  acabarían en dos patadas, no se anunciaría coleta alguno, ni habría cuadrillas que quisieran echar un capote, ni empresarios que quisiera dar corridas de verdad.

Es grande la estupidez que provoca la vanidad, por eso, el camino que siguen los antis es el de la publicidad. Algunas ocasiones me las he visto con oponentes en encuentros que no llevaron a ninguna parte. Guardo dos recuerdos en particular, la vez que tocó discutir con una mujer joven y guapa, pero muy tonta, que con sus argumentos hizo añicos Carmen, comunicándonos de manera magistral y con vileza aguda, que a Bizet le gustaba lo corriente y por ello eligió el tema de un amorío entre una prostituta y un torero, dejando patente la gachí que en su vida se había descolgado por la ópera. Y la ocasión que frente al estrado una madre plantó a sus hijos pequeños, un niño y su hermanita. Cada vez que la progenitora les indicaba, ellos levantaban unas cartulinas en las que se leía “Asesino”. Eso no me importó, lo realmente turbador, era que tras bajar las leyendas, aparecían los niños asustados por esta guerra que tan tiernos les dieron a pelear, eran sus caras, mitad miedo y mitad odio, las que me lastimaban. Obedecían sin deberla ni temerla y estaban echándose a la espalda la pesada herencia que les asignaba la imbécil de su madre, una señora que, por cierto, sus ojos eran dos claraboyas al infierno.  

 

 
 
José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México