Aunque se nos inflame la vesícula hay que reconocerlo, son dos mil años de cultura lo que nos llevan de ventaja. Por decir algo, mientras en el siglo XV, aquí seguíamos con lo de moldear idolitos y descorazonar –lo digo literalmente- tlaxcaltecas para con su sangre apaciguar los turbios e iracundos humores de Huitzilopochtli, allá, unos hermanos apellidados Limburgo iluminaban las hojas de lo que después se convertiría en uno de los libros más hermosos del mundo: Las muy ricas horas del duque de Berry. Acongoja lo distante que caminamos detrás de la cultura y el desarrollo social de los franchutes con su París incomparable, su catedral de Notre Dame, las novelas de Víctor Hugo y de Stendhal, su Laetitia Casta y hasta su ex primera dama Carla Bruni, el perfume de Chanel número 5 y la langosta a la Termidor acompañada con un Cháteau Margaux. Acongoja la lejanía y además, uno recuerda a don Benito Juárez y a toda su parentela, que con una ambición desmedida nos remató con los yanquis a precio de saldo, negándonos la oportunidad de convertirnos en potencia mundial, ya que si de todas maneras, seríamos vendidos al mejor postor, era preferible ponerle a los primos, justo en el patio de atrás, las peras a veinticinco tarareando Et pourtant.

Pues lo de la Francia viene al caso, porque, refinados como son, han rediseñado la tauromaquia, logrando que las corridas de sus ferias alcancen una enorme belleza y seriedad. Miren ustedes: carteles de primera, los mejores toros de las más prestigiadas ganaderías españolas, las figuras mundiales despedazándose por salir a hombros y el rescate del valor integral de cada parte de la lidia.

Por decir algo, el público francés ha conseguido una suerte de varas envidiable. Los toreros son muy aplaudidos si dejan retiradito al toro frente al caballo. A continuación, el público palmea más si en la segunda vara el matador coloca al cornúpeta aún más lejos. Merced a ello, los espadas, con el ánimo de agradar, llevan al toro a una tercera vara, todavía más distante y si el merengue da para otra, no escatiman en ponerlo hasta cinco veces. En la reciente feria de Arles, hubo un toro de Cebada Gago de nombre “Lagarto” –un día habrá que escribir una elegía a su bravura- y otro de Victorino Martín, los dos cruzaron el ruedo de tercio a tercio para encontrar el peto del caballo, inolvidables. Desde luego, en esta modalidad recuperada, el picador se afana por hacer su trabajo no como le sale de los cojones, sino como Dios manda. Un solo puyazo por ocasión, sin tapar la salida y en los últimos encontronazos, clava para detener y de inmediato retira el castigo. Con ello, los espectadores disfrutan la bizarría de la suerte de varas en todo su esplendor y como consecuencia, los ganaderos se están aplicando en aumentar la bravura.

Por otra parte, los galos, aunque tienen toreros de la tierra, no guardan el menor recelo en anunciar un cartel sólo de espadas extranjeros. Por eso, su fiesta posee las más altas cotas de excelencia. Mientras aquí, seguimos con un sindicato mediocre que afilia y defiende a toreros amantes de las pequeñeces y no permite –obvio- que les quiten su raquítico y desabrido pedazo de pastel, por lo que hay que tolerar lo del cincuenta por ciento como mínimo de diestros nacionales en cada corrida y las imposiciones de los visitantes, que quieren matar lo de la misma edad que sus colegas mexicanos. Se imaginan si en la ópera sucediera lo mismo, para disfrutar de la voz incomparable de Anna Netrebko, primero tendríamos que soportar forzosamente a Belinda pretendiendo gorgorear La Traviata.

Alguna vez, un matador me dijo que la europea y la mexicana son dos fiestas diferentes. Se refería a que no nos interesa tanto una faena o un detalle consagratorio, como la estadística de orejas cortadas. Estoy de acuerdo con su afirmación sólo en la primera parte, son dos fiestas diferentes. La de ellos, seria, protocolaria, severa, con largos y astifinos pitones rozándoles la taleguilla a los coletas, la nuestra, de tercera, ordinaria, fiestera, becerrista y afeitada. Da pena ajena ver a los diestros celebrando tandas y haciendo desplantes ante la ausencia de pitones y la falta de trapío. La de aquí, en una palabra, se llama pantomima y perdónenme, para ponernos donde hoy está la tauromaquia francesa tendrán que pasar dos mil años.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México