A Josean, con el corazón en las manos.

 

Ese es el niño que corría por el patio, señora. Seguro es que usted lo conoce mejor que a sí misma.

 

Es el que en los cumpleaños usaba un gorro de cartón y soplaba un espanta suegras, que en las tardes jugaba a los toros y a la guerra, y parecía que siempre estaría en casa con sus juguetes, sus libros y sus sueños. Es el mismo que usted creyó desconocer porque cuando empezó a hacerse hombre se volvió sereno y reservado. Su habitación adquirió un aroma varonil y en la mesa de trabajo aparecieron portarretratos con fotos de novias y de amigos. Él, que un día, al terminar los estudios exigidos para poder empezar a descorrer los velos de la aventura tantas noches acariciada, le dejó el corazón hecho trizas al notificar que se marchaba, porque había llegado la hora y lo esperaban España, las ganaderías, las plazas de toros, el vértigo, las tardes azules y los ternos de luces que siempre le alborotaron la sangre. Era de esperarse, habrá pensado usted, con tantos goterones de torería corriéndole por las venas.

 

Déjeme decirle, que el ejemplo del padre le aflora en la estampa. Tanto, que el domingo en la arena hubo momentos que creímos verlo a él, a David redivivo, ese artista interminable, corazón apasionado que lloraba cuando los toros embrujados seguían a su muleta, que -es un hecho- educó al hijo con más ejemplos que palabras. Después de la hazaña, Diego declaró en un noticiario que el recuerdo de su padre, de quien tanto aprendió, lo había conmovido hasta esas lágrimas que atemperadas rodaron por sus mejillas. También, le dio a usted su mérito, señora, y abundó diciendo que en la elección del capote de paseo, el verde pistache con la Virgen de Guadalupe bordada, el de los grandes triunfos de David, usted había sugerido que era la ocasión perfecta para usarlo. 

 

Ahora, después de “Charro cantor” el gran toro, bravo, claro, noble y emotivo,  como hacía tiempo no salía uno, que para siempre unió su nombre con el de Diego Silveti, viene al caso la frase trillada y cursi, pero indudablemente cierta, usted les prestó un niño y le devolvieron un hombre. La Plaza México fue mecida a verónicas, al quite sereno y lucidor, las cordobinas. Luego, una faena de muleta deshojada en pétalos de derechazos y siempre el adorno preciso. Pocos naturales, y puede que el de Los Encinos tuviera para más, pero a estas alturas eso es lo de menos. La obra en conjunto tuvo solemnidades de misa mayor. Además, destacó el  coraje de no querer vender el indulto y ahorrarse un trámite. Cuestión de liar la muleta, montar la espada, un vistazo al juez, otro al apoderado, el ataque a matar cueste lo que cueste y las merecidas loas del torero, torero como un río desbordando el cauce. 

 

El tiempo que hay por delante, señora, parece que está plagado de promesas. Cosa que celebro. La existencia en pleno, música, soles, claveles, triunfos, manos de amigos y ojos de mujeres, lugares donde confirmar que la vida vale mucho la pena. Sin duda me hago viejo demasiado rápido. A ello se debe, perdóneme, el atrevimiento de escribir esta carta. Esta es una columna de toros, pero hay cosas que antes no me conmovían o lo hacían muy poco y hoy me remueven los adentros. Que esa valerosa determinación le valga siempre a su hijo Diego, que les valga a todos y ojalá, la vida para ellos sea un cuento de hadas. Y para usted siempre, que al término de cada tarde de corrida sienta el inmenso alivio de recibir la llamada que participa felices novedades.