La verdad, no he querido saber mucho del asunto. Cada vez que encuentro una noticia sobre el particular, abandono la página electrónica o me largo. Vamos a ver, ¿y como para qué?. Ni en este asunto ni en otro, albergo ninguna esperanza de ser escuchado por nuestros gobernantes. Además, ya saben, viajo por la libre. Los defensores del edificio, en cambio, lo hacen agrupados, convencidos y en tono muy serio. “Ya nos reunimos y fuimos muchos”, me comenta uno. “Estuvimos todos menos tú”, dice otro en tono de reproche refiriéndose a una reunión que convocó a la gente del toro que medra en la ciudad de los ángeles. Perdónenme, pero el par de palabras “El Relicario” es incompatible con mi tolerancia. Se me desparrama la malaleche cuando pienso en el pobretón coso poblano.

 

Esos fierros herrumbrosos y sucios que conforman los tendidos a punto de desplomarse tienen muy pocas cosas gratas que decirme. En el balance, les puedo jurar por el penacho de Moctezuma que nos guardan los vieneses, que en El Relicario contamos con los dedos de las manos los toros que saltaron del toril con los cuatro años de edad cumplidos. Pocos dieron el peso que anunció el cartel. Los jueces que presidieron el palco de la autoridad, regalaron orejas como edecanes de cervecería repartiendo promocionales. Los sobrecupos impunes aquellas ocasiones que anunciaron a El Juli y a Pablo Hermoso. El maltrato de los vendedores de fritangas pisándonos los pies, mientras se desarrollaba la lidia. Los tercios de banderillas de dos pares. La contumacia de los multipuyazos arteros. La venta y consumo al mayoreo de licor. No, si más que nostalgia me da colitis.

 

Claro que hubo hazañas, aunque son muy pocas. Entre los buenos recuerdos, quedan unos cuantos: El quite y el remate de Joselito cuando, casi niño, bañó los brillos de hojalata con los que Cavazos deslumbraba a los simples. La corrida de berrendos cornalones, astifinos, con peso y edad, de García Méndez, que mataron Leonardo Benítez, Marco Antonio Camacho y si no me equivoco, Ángel García. El novillo de Coyotepec al que Christian Ortega toreó para indultarlo con pases tan armónicos que nos enseñaron a cantar los oles en tonos de larga duración.

 

La Puebla taurina es rancia. Aquí vivió Bernardo Gaviño, tomaron la alternativa Ponciano Díaz, y Silverio Pérez, se presentó de novillero Luis Procuna. Estas son sólo algunas referencias entre otras muchas, que pesan enormidades en la historia universal del toreo. Pero en este México campeón de las infamias que pervive en lo indigno, en la incultura y en la bajeza, esas crónicas no tienen importancia. El final del relato es predecible: El arranque en vano de las vestiduras. Un hotel para expositores en el que se develará una placa en memoria del toreo. La serie salvadora, persistente y melancólica de Los toros hablados, y a otra cosa muchachos.

 

También, hay que decir que los obligados a defender a la fiesta a capa y espada en el ruedo, tienen años que no lo han hecho. Por otra parte, siempre que he asistido a una convocatoria de este tipo, están los aficionados, los periodistas, uno que otro novillero, cualquier matador en quiebra, ningún ganadero y cero empresarios. Luego, cuando al patrón de turno le vuelvan a llenar el pesebre nos pagará el favor, dándonosla otra vez con queso. Así que de una vez se los digo, disculpen que no galope hacia la nada. Me sumaré cuando haya esfuerzos efectivos por arreglar este carajal, por ejemplo, un reglamento taurino bien definido y una exigencia a la autoridad para que se cumpla.

 

Si se mira bien, no se pierde gran cosa. En El Relicario casi nunca nos trataron como personas, palabra esta última, que se fragua en las llamas del respeto y la dignidad.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México