Con el objeto de ponerle sabor al caldo, el experto es casi siempre un amargado figurón en retiro que vive de recuerdos y sobrevive pegándole con fervor al tarro. Un día afortunado, encuentra al diamante en bruto y después de los consejos precisos, una carrera azarosa, enojos, desengaños y sinsabores, previa sarta de humillaciones al novato, lo convierte en el ídolo que estrena una vida de triunfos y riqueza en las grandes ligas. Nosotros los espectadores, sufrimos y disfrutamos la formación del prospecto y la consumación del éxito de la nueva estrella. Esta historia con diferentes versiones y deportes, tan común en casi todas las cintas de carácter competitivo y reducido el argumento a su máxima abstracción, siempre terminará por coincidir en una serie de constantes y similitudes: una situación desesperada, el entrenamiento, la prueba, el duelo con los adversarios, el triunfo y la vida regalada.

En el mundo de los toros con las diferencias propias del caso, pasaba casi lo mismo. Si no era un conocedor, era una escuela taurina la que ponía en primera línea al chico osado y talentoso. Pero resulta que ya no. Que hemos llegado a un punto tan decadente que la cosa está a punto de dar al traste. Ahí tienen ustedes a Ignacio Garibay. Un novillero despabilado y con muchas ganas de ser gente como se decía antes, que empezó su carrera con los mejores augurios y al que ahora de matador, le ha costado mucho llegar a donde se encuentra. La fiesta de toros es en la actualidad, un barco a la deriva que se mueve según sopla el viento y con cada remero trabajando el instrumento para donde le sale de los cojones. Garibay preparó la celebración de sus diez años de haberse doctorado. La tarde le salió redonda, plaza llena, seis toros de diferentes ganaderías bien presentados, la mayoría de ellos nobles y bravos. Corte de orejas en casi todos e indulto al sexto. Demostración de técnica sobrada, inspiración, variedad y condición física y mental. Por ello, sería fantástico para él y para la fiesta brava que tenemos en México, un argumento de película. Imagínense, próxima temporada grande, la Plaza México llena, cartel postinero Garibay incluido. Es el sexto de la tarde, salta a la arena un toro guapo, las lámparas han sido encendidas, los lances soberbios, el público en sintonía con el torero, la faena crecida en el delirio. Seriedad y coraje al oficiar. Tandas de muletazos intensos e inmensos y una estocada en cámara lenta. Todo acompañado de una música monumental y gloriosa. Algo así, como una soberana patada del Karate Kid a la mediocridad de nuestro ambiente.

 

 

 

 

   Crónica de José Antonio Luna