Muy pocos se dan cuenta, aunque no sorprende que ni se enteren. La gente está para eso, para vitorear al candidato, glorificar a los cantantes que endosa la tele, bailar la música de banda, arrebatarse las prendas en ventas de gran barata, pagar impuestos y también, para pedir orejas que premien a las figuras consagradas.

Era la última corrida de la feria. Estaban por consumirse los sanfermines y echaron Miuras para avivar las brasas. Miuras como los de siempre, descomunales, largos como la cuaresma y con unas cunas de leña que no cabían en las muletas. Como Manuel Escribano acudió a Pamplona para dejar constancia de su valor indómito, su enorme corazón y su entrega sin reservas, a los dos trenes que venían de Zahariche les dio el “hola, buenas”, de rodillas frente a la puerta de toriles. Tragando paquete grueso empezó a dictar una conmovedora y emocionante lección sobre la grandeza del toreo. El primer toro lo despreció y sólo pasó cerca de la larga cambiada por puro trámite. El segundo, en cambio, casi le arranca la cabeza. Pese a ello, Escribano no se echó a un lado como en el futbol se avienta el portero anhelante de detener el penalti, sino que esquivó habilidoso y se irguió sin aspavientos.

En banderillas puso a la asistencia a contener el aliento, clavó los gladiolos con verdad y enseñando los tirantes. En el tercer par, el toro estuvo a punto de dejar al diestro clavado en las tablas como mariposa de colección. Con la muleta parecía que el merengue iba a romper, pero fue al contrario, se apagó muy pronto y después de una estocada, Manuel Escribano recibió una valiosa oreja.

Cuando banderilleó al cuarto de la tarde, se asomó al balcón en cada encuentro y en el tercer par, puso un violín no a toro pasado como hacen todos, sino cambiando en la cara de un morlaco que se defendía echando la cabeza arriba. Pinchó y no hubo Puerta Grande, aunque se la merecía como nadie.

La corrida de Miura, arrogante y con pitacos de envergadura modelo adorno de cantina, salió deslucida y mansa. Por otro lado, Luis Bolívar y Salvador Cortés no alcanzaron la cota exigida por la miurada, sin embargo, también, a su modo, demostraron la grandeza del toreo. No es fácil dominar la piernas ante un toro de más seiscientos kilos y bien armado cuando se torea tan poco. Cortés, por su parte, con el sexto todavía tuvo el gesto de salir a jugarse el todo por el todo, le plantó cara y consiguió muletazos hondos. Fue una tarde en que se habló del gesto con el que se comportó la torería.

Pero si a veces, el toreo es grandeza, otras, muestra una insultante insignificancia. Un día antes, El Juli y Miguel Ángel Perera, acompañados de Juan José Padilla, mataron una corrida de Domingo Hernández, anovillada, boba, comodita y sospechosamente de pitones escobillados. Entonces, se asentó que el toro de Pamplona no es igual para todos y ahí, se acaba la grandeza. El Juli y Perera, muy en lo del G-5, hicieron sus faenas bonitas, con sus desplantes y sus adornos. Al de Velilla con un pinchazo y al extremeño, a pesar de vergonzoso bajonazo, les dieron la menudencia de una orejita. Luego, Julián López pudo orquestar otro trasteo y consiguió un premio más, que le abrió la Puerta Grande. Lo que estas dos figuras, que además están sobradas de oficio y facultades, hicieron en la plaza de la Misericordia agravia y dista mucho de tener grandeza. Por el contrario, fue una burla a la afición, a la fiesta y a los demás coletas.

Julián López y Miguel Ángel Perera nos la aplican con singular alegría, lo digo porque es práctica común cuando vienen a México, lo de ellos es lo mismo que nos hacen los políticos golfos y los comerciantes sinvergüenzas, repartirla con queso y atragántense. Por eso, el toreo como todo lo que tiene que ver con la experiencia humana es grandeza, ¡sí, por supuesto!… y también soberbia, ambición, falta de escrúpulos, infamia y tremenda torpeza.

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México