Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

De toros, esta vez se las debo. No puedo escribir de otra cosa que no sea la tragedia que está viviendo mi pueblo. Muchos lo perdieron todo, pero hay otros que perdieron a seres queridos y que darían todo, a cambio de volverlos a ver vivos.

Cuando un sismo de gran magnitud sacude la tierra, las casas y los edificios de estructuras más débiles se vienen al suelo, llevándose con ellos a muchos seres que los habitaban. El dolor y la desesperación de los que se quedan son inmensos. Las preguntas que uno se hace por amigos y conocidos aplastados, son lacerantes y desde luego, no tienen respuesta. No alcanzo a imaginar la desesperación y el dolor de los que perdieron a familiares cercanos. Se me hacía un nudo en la garganta al ver en la tele a esa joven mujer, que suplicaba a los rescatistas entraran al edificio derruido, porque adentro había dejado a su madre.

Este terremoto que ha asolado la parte central de la República Mexicana ha servido para demostrar una vez más que, en el fondo, somos un pueblo solidario y bueno. La gente se ha esforzado incansable en jornadas interminables. En cada esquina hay un centro de acopio. Los jóvenes se acercan a los edificios colapsados, llevan en las manos una pala. Las cadenas humanas no cesan de pasar cubetas de escombros. Cada rescate produce la alegría de un parto. Topos, bomberos, soldados, voluntarios, han dejado el alma en cada boquete. Somos una nación de héroes anónimos y  generosos, donde los haya.

Sin embargo, un sismo de gran magnitud, junto con las construcciones, también sacude el corazón y la conciencia. Te deja temblando y no de miedo, aunque sí lo tienes y mucho. Basta el ruido de un camión que haga vibrar los cristales de la ventana, para que se te corte la respiración y mires a alguna lámpara por si se columpia. Pero no, no es de miedo por lo que temblamos. El movimiento telúrico nos ha dejado estremecidos de desamparo y de tristeza, también, de rabia. En la cara opuesta, el sismo nos ha mostrado el lado negro de nuestro gobierno corrupto.

Nos indigna la frivolidad con la que las autoridades del país, en todos los niveles gubernamentales, han abordado la temática de la tragedia. El sismo ha servido para poner en evidencia al estado fallido. Los políticos, en su falta de sensibilidad, han aprovechado la tragedia para iniciar sus campañas con el objetivo puesto en las elecciones del próximo año. En estas horas que estamos tan lastimados, hemos visto a golfos y golfas con cargo en la administración pública, aparecer en los derrumbes poniendo cara de circunstancias para ser entrevistados. Sólo quieren llevar agua a su molino.

El caso de Televisa y la Secretaría de Marina en el que se jugó con los sentimientos de toda una multitud que, prendida de la pantalla hasta la madrugada, esperó adolorida a que una niña fuera rescatada y qué ahora, no sabemos si fue ficción o qué cosa, y así nos quedaremos por los siglos de los siglos, sin una explicación convincente.

Asimismo, hay testimonios de voluntarios en las redes sociales que afirman haber recibido indicaciones de autoridades, en especial de presidentes municipales, de dejar los víveres en bodegas, como ¿para qué?. Si la gente los necesita ahora mismo. La posverdad ha campeado y no sabemos qué noticia es verdadera o falsa, aunque tememos que a la ayuda acopiada por los voluntariados, se le ponga una etiqueta de partido político o de una dependencia oficial y sirva con fines electorales o de corrupción.

Estamos consternados, dolidos, tenemos el corazón profundamente sacudido y ni que decir, la conciencia… ¿Cómo es posible que necesitemos marcar cada lata de comida, cada bolsa de frijol y de pasta donados, para que ningún infeliz se pase de listo?.

 Son la una con catorce minutos de la tarde. De nuevo, en un diecinueve de septiembre. A mi cubículo ha llegado un estudiante a revisar su examen. No termina su petición, cuando inicia el tremendo movimiento trepidatorio. El piso vibra violentamente, al tiempo se escucha un rugido de la tierra. El edificio cruje y la estructura del techo retumba.

-¡Qué pasa, profe…?.

Se marcha a toda velocidad. Lo sigo, pero el zapato se me enreda con el cable del internet. Tardo unos segundos en desenredarlo. En las escaleras me alcanza alguien que ase mi brazo. Me enojo mucho porque pienso que está estorbando mi huida. Es una mujer, de inmediato, comprendo que lo que quiere es amparo. La ayudo. Los escalones se mueven como si estuvieran dando saltos. El ruido es espantoso, la tierra brama, suenan los timbres de las alarmas sísmicas, se rompen vidrios, se escuchan gritos de la gente, los edificios se quejan. Cuando llego a la jardinera, sigue temblando. Por fin, el suelo se aquieta, pero los cables continúan balanceándose por un rato. Quedan los sollozos de algunas estudiantes. Unos a otros, nos miramos a la cara silenciosos. Azorados, adivinamos que las noticias van a ser atroces.