Nada. Olvídense de las pirámides, los volcanes, las playas, las iglesias coloniales y los bailables de sones jaliscienses. Van para atrás, charros floreando la soga, preciosas morenas de piel mestiza, caballitos de tequila y juegos de pelota. Puerta a las trajineras forradas de flores, a los ojos tapatíos y a los voladores de Papantla. Hoy, la comunidad internacional nos reconoce por ser el país más vulgar y ordinario del mundo. Miren si no. En ese escaparate que es el campeonato de futbol somos la patria de los aficionados que se robaron las cervezas de una hielera y del joven que se lanzó al mar desde un crucero. También, somos paisanos del imbécil que en 1998, durante el mundial de futbol de Francia, orinando apagó la llama perpetua que está ante la Tumba del soldado desconocido. Y ahora, nos ponemos de nueva cuenta en la cima con lo del puto grito de ¡Putooo!. Hemos conseguido hacer de lo vulgar toda una cultura de identidad nacional.

Para los mexicanos ser ramplones y ordinarios es tan natural como la vida misma. Y peor, además de pedestres somos echados para atrás. Ahora resulta que ese grito que se escucha en los estadios cuando está jugando la selección mexicana y va a despejar el portero del equipo contrario, de ningún modo es una ofensa -¿cómo creen?-  ni mucho menos una forma de discriminación –para nada- simplemente es una manera de distraer al enemigo. Vaya, no tiene la menor importancia. Es que miren ustedes, en México somos muy alegres y nuestro contento lo demostramos ofendiendo a los jugadores rivales, igual que el patán futbolista de Uruguay se entusiasma mordiendo y pateando a sus contrarios. ¡Hombre!, nada de qué alarmarse por una palabrita bisílaba que, bueno, es la manera insultante y discriminatoria con que designamos a los homosexuales, pero en el estadio la gritamos como parte de la porra, ya si el portero rival se quiere ofender, denigrar o discriminar, ese es su problema.

En vez de pensar en cosas como la gran vergüenza, ya han salido veinte mil chistosos esgrimiendo graciosísimos argumentos a favor del grito. Es que para nosotros, lo vulgar no tiene ningún sentido si no nos regodeamos en ello. Así, nos lo han enseñado desde siempre todos esos ilustres profesores que conforman la nómina que va desde Palillo, Clavillazo, Carmen Salinas, Maribel Fernández, La Chupitos, hasta Polo Polo y las otras glorias nacionales que falten de nombrar. La vulgaridad es para disfrutarla como lo haría un cerdo ante un montón de zanahorias, hay que revolcarse en ella.

Dejemos el estadio y vámonos a la plaza de toros que allí también se cuecen habas. El tendido, de igual forma, es centro de reunión de la vulgaridad. Cuando escucho que se debería prohibir la entrada de los niños a las corridas, pienso que no daña a un chaval ver como un hombre y un toro se enfrentan a muerte en una lucha que es de lo más leal, claro, la lealtad corre a cargo del bovino. El toro de lidia nace para pelear desparramando a rojos borbotones su casta, dando a todos los testigos, incluyendo al que le clava la espada, una lección de coraje que permite asomarse a los misterios indescifrables de la vida y de la muerte, y esa lección es provechoso que la aprendamos todos. Lo que realmente daña a los niños que van a la plaza es ver y oír a una chusma cebada con alguien, casi siempre con el que preside, ofendiéndolo con cuanta bajeza existe. Lo que daña a los chicos es la vulgaridad y la ordinariez de la muchedumbre de borrachos impunes compuesta por hombres y mujeres que, entre carcajadas infames de gente irrespetuosa y muy cobarde, gritan impúdicamente  barbaridades como lo de: “una, dos y tres que chingue a su madre el juez”.

“Es la picardía mexicana”, me decía alguien justificando el constructivo espectáculo. Como ya no discuto con nadie, hace tiempo que procuro evitar las necedades y me he convencido de que las discusiones sólo sirven para esgrimir argumentos mentales mientras el otro habla, por ello, lo que tengo que decir, lo digo en esta página. No veré un solo partido de este mundial porque estoy del lado de los jóvenes pensantes y reprimidos de Brasil y porque repudió a esa cueva de ladrones que se llama FIFA, también, porque creo que la selección mexicana acudió al campeonato no porque hubiera clasificado a ley, sino por conveniencias económicas (si perdían contra Nueva Zelanda, todavía había una posibilidad de repechaje contra los pingüinos de la Antártida) y finalmente, porque de la misma manera, estoy convencido de que la vulgaridad de cada deporte es directamente proporcional al tamaño de la pelota con que se juega, la frase es propiedad de mi amigo Gabriel Lecumberri. Así que, me van a perdonar, conmigo no cuenten en el noble ejercicio patrio de apoyar a la oncena verde. Ahí queda eso y cierro como un banderillero de la cuadrilla de Javier Castaño, he clavado los arpones enseñando los tirantes y ahora salgo del embroque paso a paso, en estado de gracia y con una enorme sonrisa en la cara.

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México