Hay luchas calladas que se libran en solitario por más que se tenga a los seres queridos en derredor. Asuntos discretos y particulares, sin reflectores ni fotos en las revistas. Nunca he cruzado palabra con él. Aunque, seguro le he visto sirviendo a su matador desde el callejón en cualquier plaza. El drama que les voy a contar  no es producto de una cornada. No hay video que con insistencia morbosa, las televisoras repitan una y otra vez, desgastando la imagen de la plaza que gira en el vértigo de la tragedia. No hay fotografía del torero desmadejado en brazos de sus colegas, que corren mientras la vida se escapa por el agujero que ha hecho el pitón, ni la conmoción general estalla ante el sufrimiento del hombre que ha empapado los brillos del oro en su propia sangre. Tampoco es la desgracia de un piloto que ha volcado el formula uno y es rescatado entre fibras y metales humeantes. Mucho menos es la tragedia colectiva provocada por una guerra. Aquí, no hay nada de eso. Esta es simple, silenciosa e implacable. Mientras usted y yo trabajamos, comemos, o tomamos una copa, entre pacientes que yacen en cubículos cercanos, un hombre joven se debate sobre la cama de una UCI esperando el veredicto del destino con la vida colgada de un hilo.

 

A pesar de que se diga lo contrario, la naturaleza sí se equivoca y cuando lo hace, mete las patas hasta los ijares. Así, a los treinta y cuatro años de latir, el corazón de Jacinto Salazar, mozo de espadas de Joselito Adame, se contagia con un virus y se inflama. La presión es tanta que hay que ayudarlo a que continúe bombeando mientras espera a que llegue el corazón de repuesto. Pero, como esa refacción no la venden en la farmacia ni en las casas que se dedican al comercio de prótesis, el asunto es muy complicado. En este caso, la realidad dura y pelada es que surtir el repuesto sólo se podrá cuando el que lo estaba usando haya colgado los mocasines y eso, sólo sí previamente, dejó por escrito la voluntad de donar sus órganos.

 

Joselito Adame, que además de la relación laboral lo une a Jacinto un cariño nacido de compartir las alegrías del triunfo, las tristezas de los fracasos y, desde luego, el dolor de las cornadas, impotente, sí, pero impasible no, ha escrito una carta pidiendo a la sociedad que si pueden ayudar a su querido amigo, lo hagan de inmediato.

 

Imagino el drama no ya del enfermo que seguramente estará sedado, sino el de la familia y también, el de los amigos. Los padres -si Jacinto aún los conserva- estarán desechos preguntándose por qué al hijo joven, fuerte y animoso, que tiene la vida por delante y no a cualquiera de ellos que ya han vivido lo suyo. La esposa -si es que existe- pasando cuentas del rosario, visitará al médico que le informa que en un país lejano hay una posibilidad, alguien que ha firmado y que se encuentra en fase terminal, mientras padece la dolorosa incertidumbre de las noticias médicas, hoy, sí, mañana: aún no. Y el amigo que está ahí sentado entre los familiares y que no agota lo que tiene a mano. Por eso será lo de esta carta en que José solicita ayuda disparando un tiro al aire sin mucha esperanza, porque sabe que el precio es la muerte del donador.

 

Tampoco pide dádivas ni anuncia un festival sabedor de que en estos casos, el dinero es algo inútil. Al final, sin encontrar solución, el joven maestro apela a quien sea una oración y si no, el matador pide que se pongan a latir en sincronía nuestros corazones solidariamente con el de Jacinto. Cuando se acaba la lógica empiezan los milagros, dicen que alguna vez lo afirmó el mismísimo Einstein.

 

Estas son las loterías de la vida. Cosas que nos hacen reconocer de golpe nuestra miseria humana. Un semáforo en rojo que alguien distraído no respeta, un cable suelto que hace chispa en la alfombra, un asaltante al que le tiembla el pulso o un virus que aparece de pronto y deja boquiabiertos a los médicos. Entonces, con todos tus planes y con todos tus amores, te quedas al margen de la existencia, en la cama de un hospital esperando a que Dios, el destino o la vida, decidan de una puta vez, qué van a hacer contigo. Ojalá, para Jacinto llegue muy pronto el corazón salvador, aunque no sea tan limpio ni tan claro como todos los que le conocen, dicen que él lo tiene.

 

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México