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Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

No voy a aburrirlos con ternuritas, ni sensiblerías, aunque reconozco que muchas de las costumbres de las que escribiré me emocionan hasta hacerme un nudo en el cogote. Son las muy peculiares prácticas de los buenos aficionados a los toros. Cosas que la gente acostumbra hacer por amor al arte –nunca mejor empleada esta frase- por amor al arte de Cúchares.

Las cosas que hacen los diletantes son variadas, hay quien, por ejemplo, nada más irrumpe el paseíllo y él mismo se toma una foto, una “selfie” como dicen los que gustan de partirle la madre a nuestra lengua materna con anglicismos que usan como el palo con el que los cazadores hacen cisco a las focas. La foto implica comprar siempre el billete del lado opuesto al que salen las cuadrillas, o sea, por lo general, en el tendido de sombra. El buen hombre tiene toda una colección de imágenes con su regordeta y sonriente cara en primer plano y los toreros desfilando al fondo. He visto a doña Lore Mooning, del Club Taurino de Nueva York, tomar notas de cada toro lidiado en una corrida. En sus fichas están reseñados todos los merengues y lo que aconteció durante su lidia, en cada tarde de la feria de San Isidro –no sé si lo hará en otros seriales-, para luego comentar las incidencias con los de su grupo. Y no están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero un día me regaló la insignia del Club, y ella misma, ceremoniosa y amable, la colocó en la solapa de mi saco. Distintivo que guardo como un tesoro.

Hay varios aficionados que conozco que coleccionan los carteles de cada corrida a la que asisten. Uno de ellos mandó a hacer unas cajas de diferentes tamaños, forradas de terciopelo, para guardar los preciados pliegos que tiene de papel y también en la memoria. Otros, ya se sabe, andan con su cuaderno coleccionando los autógrafos de los toreros. Hay quien escribe un poema que trata sobre lo acontecido en el festejo.

Yo mismo tengo mi colección de boletos empezando por uno de hace cuarenta y dos años, es del Toreo de Puebla, cuando compré mi primera entrada. Los seguí coleccionando y, quitando los electrónicos, los que tienen impresos motivos taurinos los guardo todos. No sé para qué, tal vez, sólo por el afán de que un día, cuando yo haya palmado, mis nietos digan “mira, ¡cómo le gustaban los toros al abuelo!”. Es sólo una costumbre, porque ni siquiera tuve la precaución de anotar de quién fueron los toros ni quienes actuaban el día que pagué por verlos.

Sin embargo, mi verdadera colección la llevo en la memoria. Recuerdos imborrables como la tarde en Tlaxcala en que Antoñete tardó todo el otoño en cuadrar a un toro de Tenexac, pero cuando se tiró a matar lo hizo con la precisión y efectividad de un rayo. En mi catálogo asimismo, guardo una faena de Marco Antonio Camacho, torero poblano que en un festival bordó a un señor toro y el arte lo dio por nota. La del matador Raúl Ponce de León al toro “Mandamás” de La Laguna. O el remate de rodillas pegado por José Miguel Arroyo Joselito en un quite justo antes de poner al berrando frente al caballo. En esa corrida entendí que Dios, por encima de los ángeles, tiene elegidos y les regala una forma divina de torear.

Sobre los libros, las entradas, los carteles, banderillas de tardes emblemáticas, la de los recuerdos es mi mejor colección. En ella, desde luego, no entrará nada de lo acontecido este fin de semana en la Plaza México, feria Guadalupana al cante. No las he guardado, porque se me olvidaron antes de la cena. De la de Diego Silveti el sábado pasado, si recuerdo algo, es que no cargó la suerte ni por equivocación. No lo hizo siquiera en el primer muletazo como lo hacen hasta los más vulgares. Tampoco me quedo con la de Morante que fue preciosa, pero con medio toro. Nones, guardaré nada de la encerrona de Joselito Adame, si acaso, la magia -y la chabacanería- que tiene el hombre para convertir a la bullanguera afición de la Plaza México en la solemne cátedra de Zacatal de los Gatos, no sí capten lo ácido.