Ustedes digan si no. Venta masiva de maltas, fermentos y aguardientes, multitudes aglutinadas en azoteas, tribunas y talanqueras, frentes sudorosas y aromas rancios. Robos, empujones, manoseos y botellazos aparte, con el estallido del tercer chupinazo a las once de la mañana se sueltan dos docenas de toros que corretean a su antojo, en cualquiera de los sentidos, por un circuito de quince calles. La cruda realidad se hace patente; la vía pública se convierte en un dantesco catálogo de camisetas estampadas con frases imbéciles, melenas sancochadas bajo gorras de beisbolista o sombreros tejanos de palma a lo Cartwrith del Altiplano, piercings en cejas y orejas, pantorrillas lampiñas y panzas descomunales de ombligos resaltando bajo las telas. Colección de modelos con los que Darwin hubiera dado al clavo sin necesidad de tantos viajes e investigaciones. La Huamantlada ha dejado un saldo de quince heridos y un muerto, minucias que valen la pena con tal de no renunciar a la fabulosa derrama económica y de pilón disfrutar el maravilloso espectáculo. Ante la muchedumbre que los atosiga, los toros no hacen otra cosa que recular en tablas, defenderse de la turba y cuando pueden, y conste que cada año pueden, atizan un tornillazo a alguien y le arreglan su asunto para los restos.

Si el morbo no fue suficiente y no  bastó con ver a un joven empalado de las ingles y colgando del pitón ser arrastrado sesenta metros -literal, la noticia apareció en los periódicos- los turistas pueden optar por la compra del video que los vendedores ambulantes ponderan contiene las cornadas y desnuques más atroces y brutales, recopilados a lo largo de varias ediciones de este distinguido evento. Un bonito recuerdo para volver a disfrutar en familia, gozando de este México bárbaro que orgullosamente deja a John Keneth Turner, autor de una obra con ese nombre México bárbaro, como cuenta cuentos de Barrio Sésamo.

 

 

 

 

 

 

Desde México, crónica de José Antonio Luna