Las series eran pizcas de belleza enhiladas que te permiten intuir el poder de la imaginación humana. Los muletazos fueron sorprendentes porque no se podía adivinar por dónde pasaría el toro. Presentíamos un cambiado por la espalda por el lado derecho y el embroque se resolvía en una arrucina fascinante por el izquierdo y todos, además del toro, quedábamos embrujados.  Su hermosura, su magia fue que nunca nos permitió encontrar el equilibrio que da la ortodoxia. Fue una aventura compartida en la que no teníamos la seguridad de saber lo que seguía.

Alejandro Talavante enganchaba adelantado y corría la mano suavemente para despedir atrás, completaba series que luego terminaban en una floritura incomprensible y encantadora. Hubo un pase de pecho inmenso que empezó a la espalda del matador y fue terminado en la hombrera contraria. Lo paradójico, lo prodigioso, es que de tanta inventiva y de tanta belleza en cascada, ya no supe si fue en su primer toro o en el segundo. La comparecencia de Talavante en la Plaza México tuvo la gracia que sólo poseen esos recuerdos fantásticos cuando perdidos en los desfiladeros de la propia mente,  ya no alcanzamos a dilucidar si lo recordado sucedió o fue soñado o se inventó en los fuegos multicolores de la imaginación.

Elegancia, técnica, talento, buen gusto, son características imprescindibles de todo artista, pero por encima de ellas está la imaginación. Esa es la cualidad que sorprende y extasía. Así fue la faena del extremeño, sin guión, sin brújula, sin mapas y sin itinerario, pero fascinante en su desborde de delirio. Ante los toros de Julián Handam, el diestro de Badajoz vistió de fiesta a la loca de la casa. Luego, parsimonioso y feliz, la desnudo para que admiráramos su belleza refulgente.

Las combinaciones estrafalarias dieron principio en el quite combinando saltilleras con gaoneras, homenaje intencional al toreo mexicano, glorias a Armillita y a Gaona respectivamente. El bordado de mariposas y cruceta de su vestido menta y oro era otra reverencia a los toreros mexicanos de antaño. Una larga como un adagio y el remate soltando la punta del capote cerraron la primera intervención del hechicero. Después vino lo de la sarga. Fueron los mismos naturales que dan otros, los mismos derechazos, los mismos adornos a la hora del remate, pero radiantes. Una obra diáfana, fresca y desmesurada. Como si en una tarde oscura de aguaceros Alejandro Talavante hubiera descorrido el cielo. Cargada con la impronta del coleta, apareció una luz dorada, transparente, entonces, el arco iris partió en dos el horizonte, es decir, que con una muleta delirante y la seriedad de un toro negro le puso colores a la nada.