Permítanme un consejo toreros. Si la única tarde que en varios años los han anunciado en la Plaza México ha sido mala, y pinta para que salgan caminando bajo una rechifla o ante un silencio conventual, piénsenlo dos veces, incluso tres, antes de adentrarse en ese mar revuelto que es regalar un toro. Concuerdo en que las oportunidades están más escasas que un acierto del gobierno. Reconozco que ha de ser durísimo entrenar todos los días con tanto afán como si se estuviera anunciado en San Isidro y que no caiga un méndigo contrato. De sobra sé que ante un compromiso importante en el que no se ha triunfado, lo procedente es regalar un merengue y cortarle las orejas, como hace Morante después de petardear con los dos de lidia ordinaria, tras varios días de juerga tequilera y atizándole al humo de la verdolaga sagrada y termina por echar un toro de regalo componiendo la cosa para pasar a gusto otro mes de vacaciones. Ustedes, toreros de una tarde anunciados en el foso de Insurgentes cada siete u ocho años, acuden a la cita con más fe que la de una gorda entrando al gimnasio. Por ello, se entiende que hagan un gran esfuerzo económico y quieran apostar por la lidia de un tercer toro, que les permitiría enderezar una carrera que siempre ha ido a la deriva. Pero esa es la teoría, no olviden que están en el país del “por mis huevos” y aquí, sopitas y buen vino, si se les ocurre regalar un toro, sepan a lo que se exponen.

Como el domingo pasado lo supo Alfredo Ríos El Conde, al obsequiar ese cárdeno de la Punta que se llamó “Consentido”. El morito alcanzó para un quite y un pase por alto, porque al siguiente muletazo, con la sapiencia de un doctor en filosofía, le arregló su asunto al torero de la nobleza dándole hasta con el arete del registro.

Desde luego, El Conde hubiera preferido regalar algo más sabroso como lo que obsequia Tala o El Juli o Ponce. Pero si los obsequiantes no son figuras españolas, ni modo, al que agasaja se le aplicará el reglamento taurino con todo rigor y en este caso, lo que había reseñado era un cárdeno de pitones retorcidos, que hacía notar su edad hasta en el modo de moverse. Al segundo viaje anunció, venciéndose, que con él había poco y bueno, o sea, conmigo no juegas chiquito y en cuanto pudo, se revolvió velozmente alcanzando a enredar el pitón derecho en las pantorrillas del diestro, para sacarlo de balance y antes de que el hombre cayera, con el cuerno izquierdo, certero le atizó el cate, para luego, cebarse una eternidad con el herido.

Cualquiera que sepa un poco de toros, se percata que no pasa lo mismo cuando al torero le echa el guante un novillo que cuando lo hace un toro. Al segundo se le calienta mucho más la sangre y con gran pericia y más furia, procura mandar al torero al otro patio. Hachazo tras hachazo echa el bofe por dejarlo hecho picadillo.

En resumen, toreros: Cuando regalen un toro en la México, no crean que serán tratados como los españoles consentidos. Por lo tanto, deberán asumir que por la de toriles puede salir un verdadero toro. El reglamento taurino es imperfecto y tiene sus lagunas que pueden ser aprovechadas, pero sólo si eres poderoso. Además, lo de regalar un morlaco no es una prendida de foco de último momento, sino que está planeado con semanas de anticipación y hay que mandar a escogerlo al campo  y llevarlo a la plaza y reseñarlo, o ver que alguien lo reseñe de prisa –no sé si notan el veneno- y fingir: “¡Ah!, casual, que buena suerte con lo que había, oyes”. Si no, corres el riesgo de disparatar y que te la endiñen y te van a machacar los huesos y a dejar la piel como falda de hawaiana y, al final, sólo conseguirás buscarte la ruina. Lo del domingo nadie se lo puede explicar y nos tiene a todos en ascuas. No que El Conde regalara, sino ¿qué hacía un toro de verdad en la Plaza México?.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México