Hay algo descaminado en la idea que los mexicanos tenemos de la fiesta de toros: restaurantes abarrotados en torno a la plaza, jóvenes echándole más arte al caminar que el Curro Romero veroniqueando en Sevilla, camisas marca Piel de Toro, lo de la marca lo puedo asegurar porque la llevan bordada en la espalda y en las mangas de un tamaño tal, que parece les han pagado por anunciarlas, gorra cordobesa y luciendo de la mano, novia nalgona enfajada en taleguilla justísima. Por las calles aledañas a la plaza pululan pocos conocedores y muchos farolazos. Aficionados de domingo, sobre todo, conformistas de cajón. Eso en cuanto a la forma, en lo del fondo, nada, que aplauden lo que sea y están contentos con lo que les den. Siendo así, pues que les den.

Al llegar al graderío, escuché la voz de una mujer:

-¡Ay!, ¡qué bonito adornaron el ruedo!.

Es cierto, el ruedo lucía un mega aderezo de flores con una leyenda deseando suerte a la afición. “La van a necesitar con lo que les vamos a dar”, habrán pensado los que mandaron a poner el ornato. Si a la mujer le gustó, uno, por su parte, viejo lobo acostumbrado a defenderse de los taurinos, no puede sino pensar en Antonio Barrera exigiendo para su torero -como en esta fue de primer espada- que se le pusiera un toque de realismo mágico a la cosa, algo para ser puntuales y a la vez no serlo. Me explico, con el adorno el clarín llamando a cuadrillas sonó a las cuatro y media en punto, según la costumbre herreriana de dar los festejos, pero el mismo clarín llamando a toriles rehiló al cuarto para las cinco, con lo que los impuntuales ya estaban sentados al momento en que Morante largó la capa.

Salió el de Barralva y se cayó tres veces antes de ser banderilleado, es decir, acusaba una debilidad más patente que los argumentos de un gobernante mexicano, pero como siempre pasa en este país, que no sirviera el toro no le importó a nadie. Habían venido a ver al de la Puebla y a sus duendes que ya no conoce nadie.

Si el arte no tiene miedo, Morante sí que lo tiene. A los dos del encaste atanasio no se les acercó ni los quiso ver y se fueron sin torear. Lo mejor vino con el de regalo, también de Barralva, pero éste del encaste saltillo. No se aplicó mucho, sin embargo, su quehacer alcanzó para engatusarnos hasta el momento de la estocada, en que el ruedo le quedó chico para salirse de la reunión. Ahí, también pueden ustedes hacerse cargo del conformismo mexicano, por habernos visto la oreja toda la tarde, le tributamos sonora ovación al marcharse.

En cuanto al Payo, a su primero lo toreó como un enfermo de orquitis saltaría una cerca de púas, es decir, con la más prudente de las cautelas. Por lidiarlo de lejos y por una estocada como un cañón, la gente pidió la oreja. En su segundo se ajustó más, le hizo una faena de medios pases y lo mató con un bajonazo infame. Le dieron las dos orejas. Desde luego, el espectáculo fue matizado por el amo Herrerías al salir de su burladero a ondear el pañuelo blanco, seña que su sirviente sentado en el palco de la autoridad entendió y acató con la presteza de un french poodle de circo, me refiero a los de antes, cuando todavía tenían animales.

La corrida de toros es un acontecimiento de realismo mágico, espléndido y misterioso, pero esta alcanzó cotas impensables. Los señores Álvarez Bilbao han conseguido un toro bravísimo para el caballo, cinco de siete empujaron rabiosos el peto, pero salieron dulces como un camote para los toreros.

Si hay corridas goyescas, esta fue “garcíamarquina”, o sea, que tuvo el realismo mágico que puso en boga Gabriel García Márquez, ese que nos enseñó cosas que no pasan, pero que sí pasan, como lo de Remedios la bella, que tendiendo sábanas se elevó al cielo en cuerpo y alma. Así, Diego Silveti estuvo, pero no estuvo. O mejor, hubiera dado lo mismo que no estuviera. Sin embargo, la gente se sintió feliz evocando al padre del torero, aunque les hubiera sido más barato no gastar en el boleto y quedarse en su casa a evocarlo. Lo único que en toda la tarde le salió bordado a Silveti, fue atravesar el ruedo modelando el capote de paseo paterno al término la corrida.

Por mi parte, a mí me gustó, pero no me gustó. Es que disfruto todas las corridas, si bien en ellas me la pase despotricando. Es que las corridas mexicanas tienen para mí, un perverso encanto, el de observar a mis compatriotas cuando les dan el palo y luego, verlos aplaudir al recibirlo.

 

 
 
José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México