Enjuto, las canas plateando las ondas del pelo, con el gesto más adusto y grave que el de un caballero pintado por El Greco, así reapareció José Tomás. Como si nunca se hubiera dado de frente con la muerte y llevando a cuestas todo el peso del toreo moderno, despejó las dudas que se cernían dogmáticas en frases sabihondas: “Después de Aguascalientes ya nada volverá a ser igual”. Desde luego, después de la resurrección, ha dejado patente que su toreo de hoy, es superior al de antes.

 

Malva y oro, la Virgen de Guadalupe bordada en el capote de paseo para dejar en claro a quién le adeuda el milagro y también, para que todos sepan, que desde hace un año, por sus venas corre sangre mestiza, fue a Valencia a  la reaparición más trascendental de la historia del toreo. Nunca ninguna otra había condicionado tanto una temporada. Ni el retorno de Belmonte cuando Joselito perdió la vida y El pasmo las razones para continuar vistiéndose de luces y melancólico decidió taparse por un tiempo. Ni siquiera la de Manolete hastiado de la vida cuando permaneció un año en México y sólo mató una corrida en España. Ni la de El Cordobés, de estrategias mercantiles para obligar a los empresarios a pagarle lo que cobraba. La corrida del regreso de José Tomás ha tenido un impacto mediático, social y económico superior al Gran Premio de Fórmula Uno que recientemente se realizó en esa ciudad del Levante español. Las cosas estuvieron de este vuelo: la ocupación hotelera alcanzó el ochenta por ciento, es decir, veinte puntos más que lo habitual en un fin de semana típico de julio. No había reservaciones en los restaurantes y la administración del AVE puso en circulación trenes con cupo mayor. Se calcula que la reventa alcanzó ganancias de más de setecientos cincuenta mil euros y se habla de que la empresa logró una cifra sin precedentes por la venta de localidades.

 

El saludo en el tercio y el brindis a los médicos mexicanos que lo atendieron fueron conmovedores. Sin embargo, hasta aquí el acento anecdótico. Los que cometieron el despropósito de pagar cantidades asombrosas por una entrada, tuvieron el privilegio de estar presentes en el estallido de la locura colectiva cuando El resucitado de Galapagar extendió el capote y empezó a torear para sí mismo. En su soliloquio, José Tomás hablaba de verdad, pureza de procedimientos, naturalidad y de belleza, pero sobre todo, sus declaraciones departían sobre el valor y la dignidad. Por decir algo, se enfajó con el segundo en los mandiles, remató la serie con media revolera. En los quites regaló un recital que ahogaba los oles en un nudo en la garganta. Chicuelinas ajustadas, media belmontina y una larga inmensa. Segundo quite: éste a la mexicana, memoria viva de don Rodolfo en las gaoneras, gloria a Armillita en la saltillera, pétalos de flor en la revolera y al final, la brionesa barriendo nubes y limpiando el cielo. Luego de un brindis general, crujir de huesos en la cogida que no permitió los estatuarios. El toro volvió a hacer por el torero desmadejado y le propinó una paliza de espérate tantito. Nada. El prodigio se levantó, sereno armó la muleta y se puso a deshojar derechazos y naturales con la mano hasta abajo y el alma en carne viva. Estocada y la vulgaridad de una oreja.

 

En la vida de todo aficionado hay toreros que se veneran para siempre. Hoy podremos ser morantistas, pereristas, castelistas, julistas, o el ista que ustedes gusten. Sin embargo, una cosa es ineludible, todo el toreo moderno remite a él. Porque una faena de José Tomás es una lección de arte, pero ante todo, una disertación sobre antropología filosófica. Con la piel llena de cicatrices, dando testimonio con su hacer en vez de dar discursos y declaraciones, El resucitado volvió con los trastos de torear y dijo templado: el cuerpo es instrumento que sirve al alma y la búsqueda de sentido debe iniciar en uno mismo.

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México