A veces son irritantes. Nada de arrojar lejos la muleta como si fuera un estorbo y ponerse de hinojos frente al testuz del toro, abierta a dos manos la chaquetilla mostrando el diestro los tirantes. Arrodillado precisamente en esa área que está fuera de la visión del morlaco, no olvidemos que la vista de los bovinos tiene un punto ciego al frente y allí, creyéndose el Capitán Plátano apantallar a los simples con fachendoso desplante. Se valen, pero son cuestión de oportunidad y buen gusto. Otra cosa es, por ejemplo, después de una cátedra magistral de toreo, agotados todos los muletazos que un toro complicado traía adentro y en un arrebato de valor y emoción, poner la muleta a la espalda y flexionando la rodilla, acercar el coleta los labios al pitón y besarlo.

 

El desplante es un adorno con el que el matador demuestra su gallardía y dominio sobre la fiera. Ni los toros, ni la política podrían concebirse sin este tipo de atrevimientos. Políticamente incorrecto fue el desplante de Luis Miguel Dominguín en Madrid, la tarde aquella en la que después de pegar un derechazo de ensueño, levantó el dedo índice al cielo, haciéndole patente a la concurrencia que se auto proclamaba el número uno de la torería. Gesto que le costó una rechifla general de desaprobación, porque los aficionados nos reservamos celosamente el derecho de nombrar a la primera figura. Aunque en descargo del espada hay que decir, que al día siguiente con una corrida de Atanasio, dejó en claro que en ese momento sí era el mejor. Por otra parte, torerísimo fue el desplante del fresco exgobernador del estado de Guerrero, Rubén Figueroa, cuando en su oportunidad, le preguntaron por los posibles candidatos a la presidencia de la república y contestó enredándose en cinismo como en una revolera, que ninguno porque en ese momento la caballada estaba muy flaca.

 

El público que llena el tendido de la plaza es similar a un padrón de votantes o por lo menos, a ese ente sin rostro que se llama opinión pública. A final de cuentas, a los tres se les debe convencer con arte. Así mismo, los ex presidentes de México tienen algo de maestros taurinos, pícaros y pintorescos se las apañan para saltar al ruedo y echar capa de vez en cuando. Por nostalgia de los tiempos en que para que le entendiéramos contrató a un traductor, Vicente Fox se desprende de la tronera y después de atravesar su capote en un quite, nos regala uno de sus mejores desplantes. Olé al arte. Pactar con la delincuencia, es decir, con violentos criminales, señores de la muerte y de la falta de palabra. Despiadado y ansioso Felipe Calderón pide turno para la réplica. La tarde de quites está hecha.

 

Cada intervención foxista siempre ha sido un espectáculo y un disparate. Patidifusos, con el rostro encendido de pena ajena o doblados de la risa, el maestro Fox nunca nos ha dejado indiferentes. Ahora, garboso y pinturero pasa al frente, con altanería gitana y arrogancia extrema, descarados los ademanes, el gesto provocador, una rodilla en la arena se planta frente al cornalón toro viejo, y sin mayores calenturas -tranquilo torero en medio del ruedo- rememorando los viejos tiempos le toma de los pitones. Sereno. No teme al tornillazo en el que podría venir la grave cornada de la pregunta obligada: ¿Señor Fox usted pactó?. Luego, sonríe a la concurrencia, se levanta y dando la espalda a los pitones, se marcha airoso. Ahí queda eso.

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México