Un verano más y otra tarde fútil. Ésta, sazonada con los picores del escándalo. Resulta que Cristian Hernández, segundo espada del cartel de aprendices, ha pegado una traca, o sea, la secuencia de petardos enhilados y después de dejarse vivos sus dos cárdenos, sale al tercio y se arranca la coleta para quitarse, de una vez por todas, de las enormes fatigas que alguien pasa cuando se mete a torero. El hecho ha levantado ámpula y el lunes, muchos críticos haciendo lo propio, se rasgan las vestiduras. Qué poca. Cómo se atreve. No se puede ir ante la cátedra del toreo en México –permítanme que me tire al suelo de la risa- con tan pocos arrestos. Una burla. Falta de vergüenza. Gran pecado, leña al hereje. Sí, como no.

El asunto tiene sus aristas y muy filosas. En esta ocasión, el juez erigido en un superhéroe de la defensa de los derechos del espectador, mandó detener al novillero. Que el infractor pague la multa o chirona. Acción procedente y que está muy bien. Lo único que no puedo dejar de preguntarme, es si hubiera hecho lo mismo en caso de que algún figurón violara el reglamento. Por su parte, pues sí, el novillero carga con toda la responsabilidad, porque sin las agallas necesarias aceptó que su nombre colgara del cartel de marras. Aunque no lo hizo sólo. Alguien estuvo detrás soplándole tonteras al oído: Vas bien artista, echa la pata palante torero, ahí va a ser fenómeno. Luego, el arreglo de novilladas cómodas, de los caminos cortos, de los atajos engañosos. La empresa tampoco se salva y también tiene su parte de culpa por la falta de seriedad al brindar irresponsablemente la ocasión de presentarse a un aspirante al que no siguieron de cerca, ni revisaron sus antecedentes, puesto que algo habrá previo a esto.

La tarde desolada con el miedo a cuestas entorpeciéndole el andar. Cara descompuesta y dientes apretados. Temblor de piernas. Minutos interminables. De pronto, descubrir frente a todos que no se cuenta con el valor suficiente, ni se tiene el coraje para mantener el decoro. Caer en la cuenta  de lo mucho que se ama a la madre y a la novia. Constatar que en algunas circunstancias, los amores y los apegos pesan más que todos los sueños juntos. El barrio, los amigos, el pastel de cumpleaños, la música, los domingos en casa de los abuelos. Acordarse de la vida. La sombra de los horrores siempre latentes de una cornada como las recién vistas, José Tomás, Julio Aparicio, lagarto, lagarto. Preferible la espanta’a de cabeza al callejón. Qué vergüenza, sí, pero no se puede echar mano de lo que no se tiene. Trago ignominioso el de sentir tanto miedo en un oficio de valientes. Afrenta la de aceptar en público y sin remedio que el horno no está para bollos ni la magdalena para tafetanes. La jindama y la honestidad temblando en los adentros.

-Niguas. Patinazo, petardo, cagada del tamaño de un sombrero de charro. Lo que ustedes quieran, pero el cate que se lo peguen a otro. Adiós que yo me marcho.