Ya no quedan de esos. Y a los que con mucha casta y vergüenza torera se atreven a actuar como los de antes, los aniquilamos pitando como si estuvieran pegando la traca. De dos mantazos y media estocada, la ignorancia nos está dejando en cueros y además, hechos un asco. Lo vimos en San Isidro con los maestros y luego, en el concurso de escuelas taurinas con los aspirantes. Los jovencitos pegan los pases más bonitos que se han dado en toda la historia del toreo, pero son todos iguales, o casi todos y se les nota que les ha inculcado a ultranza lo de que siempre hay que torear en redondo, se pueda o no se pueda. De lidia nada ¿y eso, como pa qué, oiga?. A los niños que quieren ser toreros se les enseña estética y nada más. La ética y la lidia, al carajo, ya no caben en el currículo de las academias taurinas. Ahora, sólo hay tauromaquias de arte y equipos de respaldo. El toreo, como casi todo lo de nuestro tiempo, se hace en serie. Se adiestran robots que salgan a la arena, que sepan desgastarse lo menos posible, que armen una faena bonita, corten dos orejas y que se vayan a hombros. Incluso, si el de la tele se acerca a la entrevista, que contesten un guion idéntico, como una grabadora reproduciendo las palabras de Castella o El Juli o de Perera: “Bueno, es una pena, la gente no se ha percatao que tiraba un derrotito al final del pase…”.

Del mismo modo, los públicos también se van adiestrando en ringlera. De eso nos encargamos los escritores, los críticos y los comentaristas de radio y televisión. Les enseñamos a aplaudir lo que brilla y no lo que pesa. En esas nos quedamos. Debido a que los aficionados también están hechos en serie, no valoraron –es un ejemplo- las adecuadísimas lidias que Antonio Ferrera les hizo a los retro-toros que Victorino Martín envió al San Isidro reciente. Los cronistas los bautizaron como el encierro decimonónico. Pues eso, que a la usanza del siglo diecinueve  había que poderles, es decir, como lo hacían los que salen en las fotos borrosas y en blanco y negro. El colmo llegó cuando Ferrera sabiendo que la alimaña se quedaría a mitad de recorrido buscándole el abdomen, se jugó la vida, pero de otra forma. Doblón a doblón castigando, el diestro llevó al toro para afuera, y lo dejó parado en los medios. Allí, lo lidió con el libro en la mano. Toreo recio, caliente, hecho de torería añeja y de mucho oficio. Eso sin contar que en las dos corridas en que participó el espada de Villafranca del Guadiana, se distinguió por los lances de imaginación liberada, los pares de banderillas enseñando los tirantes al cuadrar en la cara y no de adorno pasándose antes de clavar. Del mismo modo, destacó por los quites valientes a cuerpo limpio salvando a compañeros en peligro. Ferrera fue y vino entre la gracia y el poderío, y viceversa. Además, pudo sobrado con un toro que de tan listo, se hizo el muerto para enganchar y llevarse entre los cuernos al último que se atrevió a acercarse antes de verle las patas a las mulitas. Desempeñándose así, un lidiador merece una oreja a cambio del gran esfuerzo y no una silbatina. Pero, allá tú Madrid.

Durante el siglo diecinueve el toreo era descarnado y a las bravas, los toros no se dejaban tocar los pitones y los toreros no los tocaban, tampoco daban palmadita en las nalgas de sus alternantes. Eran los tiempos de Lagartijo y de Frascuelo, del Guerra y de Machaco y de otros toreros siempre al filo de la navaja, bebiéndose la vida a chorros, quemándola en tardes  de soles pesados. Es cierto, algunos fueron golfos, mujeriegos, bebedores y también, resabiados con la muleta y el estoque, pero los redimía que salían a jugársela a cara o cruz, viviendo apasionadamente la vida que habían elegido vivir.

El último San Isidro y el concurso de becerristas nos han puesto en claro que el mundo ha cambiado y que nunca daremos un paso atrás. Ya no hay sitio para el toreo romántico, entrañable y fragoso. Pero lo cierto, es que entre las faenas estéticas contemporáneas, las contadas tardes en que sin quererlo aparezca el toreo recio, lo deberíamos disfrutar como el vino viejo y bueno que es. En el barrio de Los Sapos me lo dijo un anticuario, uno de esos maestros de la nostalgia: “Los nuevos ricos compran el futuro, por ello, se llena de artilugios electrónicos. Los pobres compran el presente y las tortillas del día. Los ricos de solera, esos compran el pasado, porque saben que en él están las claves, la memoria y las grandes lecciones de la vida”. 

Fotografía: José Mª Fresneda

 

José Antonio Luna Alarcón
Profesor Cultura y Arte Taurino 
UPAEP 
Puebla, México