Comprobado, el despropósito es cada día mayor y siempre superable. Cuando uno cree que ya se ha llegado al fondo, siempre se asoma alguien y nos dice que todavía se puede ir más abajo. Lo digo, porque tenía yo la idea de que la mayor concentración de villamelones y de enemigos de la tauromaquia se reúne en los tendidos de la Plaza México, pero no. El Domingo de Resurrección, los que acudieron a la Real Maestranza de Sevilla salieron a decirnos que ellos son capaces de orquestar disparates más estrafalarios.

Somos los propios taurinos los que con singular alegría le estamos rompiendo los cuernos a la fiesta de toros. Miren ustedes cómo perdemos terreno y nos entregamos tontamente. Es verdad, hay ocasiones en que el capote de paseo de Morante de la Puebla debería estar recamado de piedras preciosas, dos de sus verónicas alcanzaron la inmensidad del mar y con la muleta toreó como si estuviera soñando. Eso justifica su comportamiento de divo que le permite deshojar la margarita: Sevilla sí… Madrid no. José Antonio es un torero que tiene derecho a diez páginas en el 6 Toros 6 y también otras diez en el Hola, porque mezcla bien los ingredientes. Si sobre la arena se alarga en lances por nota y remata con una media que recoge a la cintura el sol de la tarde, al día siguiente, aparece en un evento social vistiendo camisa floreada, chaqueta estrambótica y chistera.

La corrida fue de postín postinero. Ya lo dijimos, Morante estuvo sublime, Manzanares como siempre y Talavante como nunca, el alicantino poniendo atrás la pierna que debe ir a delante y sin embraguetarse jamás, por su parte, el extremeño dejó de pegar pases para ponerse a torear. Pero, en el colofón de la faena al cuarto, con casi una docena de tiros al cerviguillo, el de la Puebla dejó por los suelos la categoría de la profesión. De matadores de toros los ha degradado a toreadores, “capoteadores” les dicen en las fiestas de los ranchos de México. No es ningún consuelo saber que en todas partes se cuecen habas y que algunos las escogen muy gordas, los espectadores  pasaron como en los aviones, de primera a clase turista. ¿Y la suerte de matar? Esa, poco a poco, se ha ido al carajo. Se ovacionan casi todas las estocadas con tal de que el acero entre hasta las cintas, no importa si es a media panza, sin embargo, ahora con el empujón que le ha dado el torero andaluz no preocupará más a nadie. A partir del domingo, no son necesarias más discusiones, encuentros, marchas y enfrentamientos contra los antitaurinos se acepta, de acuerdo, la muerte del morlaco no es esencial. ¡No más sangre en los lomos ni espadazos ni descabellos!, que los toros se lidien a la portuguesa. Ustedes perdonen antis, tenían razón, el rito que algunas tardes nos dejaba un nudo gordo en el gaznate, perfectamente puede brindarse descafeinado y sin lastimar a los toros.

Aunque la faena fue vibrante y luminosa, Morante debió calcular sus tiempos. Si estaba tan embelesado en su propio arte y luego, por incompetencia no pudo matar al toro, son cosas que a veces pasan en el toreo, sólo que por dignidad y por respeto a la profesión debió quedarse entre barreras y avergonzado y triste además.

Ahora, se estilan otras cosas: Aplausos a los picadores cuando son muy breves en su quehacer, ovaciones cerradas a pares de banderillas ordinarios y loas de ¡torero, torero! a coletas que descargan la suerte y se burlan de la afición descaradamente. Morante pasará a la historia por no haber acertado al querer descabellar al toro y por haber dado certero cachetazo final a la suerte de matar. Lo malo, es que en esto del toreo, los disparates, tarde o temprano, terminan siendo adoptados con febril entusiasmo. Digan lo que digan, arte no mata todo. Dejarse un toro vivo es un gravísimo deshonor aquí, en Sevilla y en China.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México