La Escuela Cordobesa, de la que venimos ocupándonos desde tiempo atrás, se caracteriza por la majestuosa y sobria cadencia de su ejecución. No recurre a la cabriola pinturera, tan frecuente en la Sevillana; ni a la honda, medida y efectiva parsimonia de la rondeña; ni siquiera a la seca, parca, escueta sobriedad de la Castellana o a la quebrada y recostada pirueta de la Navarra. En la manera de torear cordobesa se unifican, se limitan pero se complementan, reduciéndose a lo justo y esencial, las peculiaridades de aquellas otras maneras. El toreo cordobés es majestuoso y señorial, poderoso y enterado, magistral y artista, serio y eficaz. Ello se sintetiza en un modo tan particular de torear como particulares son los máximos representantes de su toreo: Los Califas, y otros que sin haber accedido a la gracia del título, son tan merecedores del reconocimiento como el que más. Lagartijo el Grande, El Guerra, Machaco, Antonio Cañero, Manolete, Martorell… y una larga serie de nombres que están en bocas y mente de casi todos, excepto de los prebostes del toreo ¡Allá cada cual con su pecado, que la penitencia la compartimos todos.

 

Uno de estos «escolares» con méritos más que sobrados para figurar con letras de molde en el anuario de la Escuela Cordobesa es un joven, niño aún cuando empezó a destacar en el escalafón de aspirante al Magisterio Taurino, descendiente directo y ejemplar de una de las mayores dinastías de toreros cordobeses. Sin duda alguna, Gabriel de la Haba Vargas «Zurito». Este, hoy, patricio romano conquistado al grado de Magistrado por el paso de los años que, ¡hay!, a nadie perdona, de alba cabeza y porte señorial que contrasta con una inconfundible figura de llena torería, es descendiente directo y representante por derecho propio de una de las más prolíficas y gloriosas sagas toreras (me gusta más este término que el de «taurinas», por haber copado todos los rangos del toreo, sea a pie que a caballo) cordobesas desde aquellos tiempos del fundador, el incomparable varilarguero Manuel de la Haba «Zurito», su abuelo, coreado en méritos por los también caballeros José y Francisco, sus tíos; o el tronío poderoso de sus hermanos, toreros de plata de alta alcurnia, Manolo y Antonio; o la figura señera y señora de su padre, el matador de alternativa Antonio de la Haba Torreras, y piedra de toque y referente para otros descendientes que, afortunadamente, aún no han puesto fin a la familia taurina y que, de un modo u otro, en todos los campos relacionados con el toro han sido capturados para la militancia como dignos retoños de aquel legendario Don Manuel.

 

Es ya manida la expresión, pero me rehúso de aplicarla: Con estos antecedentes ¿qué otra cosa podía ser sino torero? Recuerdo la frase que me lanzó un amigo, refiriéndose a Gabriel, en una de las charlas tabemarias tan prolíficas en Córdoba: ¿No sería un capote el primer pañal que usó el chiquillo? Vio la luz primera el 14 de Septiembre de 1945 en la ciudad de los Califas, y entre capotes de brega y vestidos de torear pasó sus primeros años, aventajado aprendiz de los juegos en que todo mozalbete gastaba sus ratos libres por aquellos tiempos. Y jugando al toro, vista la imagen que formaba con otro cordobés, el que haría popular el apodo de «El Puri», un tío de este y un amigo (Juan Jiménez Soriano) idearon la pareja de »Niños Cordobeses», que alcanzó una gran éxito desde que se presentó en Ronda ellO de Julio de 1960. Se da el caso curioso de que Gabriel se puso por primera vez delante de una becerra el día antes de su debut rondeño en la finca de Antonio Gavira, en Los Barrios.

 

A partir de ahí toreó mucho, y con éxitos importantes (50 actuaciones en 1961). Se presenta con picadores en Córdoba el 6 de Mayo de 1962, con Clemente Espadanal en rejones y El Puri y Gonzalo Amián en lidia ordinaria de reses de Núñez Guerra. En 1963 actúa en 83 tardes de las 111 que tenía conformadas, y que tres cogidas graves le impidieron rubricar. Toma la alternativa en Valencia el 24 de Mayo de 1964 en la Corrida de la Prensa, actuando con Miguel Báez «Litri» y Joselito Huerta en la lidia de cinco reses de Manuel Arranz y una de Cobaleda.

 

Esta fulgurante carrera estuvo plagada de todo; infinidad de contratos, éxitos abrumadores, fracasos descorazonadores, aplausos y… críticas. Tal vez demasiadas de estas últimas, por infundadas e injustas, pero que tuvieron la importancia, el acicate, de formarle y afianzarle como el artista que llegó a ser. Porque, tal vez influenciado al principio de su carrera por el encimismo del nuevo astro de la torería, su paisano «El Cordobés», o tal vez cegado por su deseo, arrojo y desparpajo en el ruedo, la verdad es que sus primeros tiempos estuvieron marcados por la superposición frecuente y regular de los terrenos de toro y torero, y por ello sufrió numerosos achuchones, hasta el punto de que, irónicamente, le aplicaron el remotete de «el aviador», porque estaba más tiempo en el aire que en la arena. Como aquel Juan Belmonte de los inicios, que se ganó aquel soneto irónico de M. Cevallos, y que no me resisto a ofrecerles, transpolando nombres: «¿Quién es? ¡Nadie! ¡Belmonte! ¡Ahí un maleta!! ¡Un torpe principiante! ¡Un monigote/ que ni en su vida manejó un capote,! ni sabe coger bien una muleta ¡/ Yo creo que nunca llegará a la meta,! y está perdiendo el tiempo el muy simplote;/ pues en cuanto un buró le dé un derrote/ se cortará, de miedo, la coleta.! Dicen que algo se arrima ¡No lo creo!/ ¡Torea muy encorvado y con jindama!! ¡SUS amigos le han dado alguna fama,/ pero no es su camino el del toreo!! Porque no ha conseguido aún el pobrete/ aprender ni lo que es un molinete. La crítica, al igual que con el trianero, se equivocó con Gabriel. Porque en una época en que El Cordobés estaba revolucionando el concepto del toreo, Zurito gustaba al público, único juez en el dictamen acertado. Y es que, además, apuntaba maneras. La adaptación, arrastrada por los revolcones, se transformó en experiencia para destacar entre los colegas del escalafón, numerosísimos, hasta alcanzar como hemos anotado, las 111 actuaciones en 1963. Dijo Ortega y Gasset (años antes de que Gabriel naciera): «Ahora no se torea. Hoy se hace estilo, y así como el artista oculta la falta de densidad humana con el artificio, los toreros de hoy ocultan en el estilo la ausencia de arte». Pero el jovencísimo «niño prodigio» despuntaba como depositario natural del estilo artístico, o del arte estilista, que tanto monta, monta tanto. El valor, el arte, el pundonor y la reciedumbre de los toreros cordobeses están representados en él. Lo reconocen los públicos y se lo rifan las empresas.

 

Confirma el 19 de Mayo de 1965 apadrinado por Joaquín Bernadó y el testimonio de Jaime Ostos, en lid con reses de «El Pizarral», Cobaleda y García Aleas. No me voy a extender en la trayectoria taurina, y que todo aficionado conoce por reciente. Baste referir que midió armas con lo más escogido del elenco: El Cordobés, Ordóñez, Camino, Montilla, Diego Puerta, Romero, Ángel Teruel… y un largo etcétera, y a pesar de que, según confiesa él mismo: «El arte me interesa, claro, pero no lo tuve, no», la verdad de su toreo le hizo acreedor a la admiración de los públicos. Toreaba con honradez y pundonor; mataba bien «para no tener que entrar varias veces», dice con su serio humorismo cordobés.

 

«En realidad yo nunca tuve vocación de torero, por eso estuve tan poco tiempo como tal. Me retiré con 25 años… Me hice torero buscando el bienestar de mi casa. Por ello, cuando lo conseguí, se me fue el veneno que tenía para el toro. Pero nunca me arrepentí de ser torero; y eso que siempre me costó mucho trabajo, hubo momentos en los que me hubiese gustado que me tragase la tierra, pero al ver que no me tragaba, me alegraba… Mi padre, que también fue matador, no quiso que yo fuera torero. Jamás me vio torear.

 

Pues menos mal que perdió el veneno, porque si no, le falta tierra al planeta taurino para acoger su grandeza. Un nombre, otro «Zurito» que ha escrito su historia en la abultada enciclopedia de los toreros buenos, por arte, valor, honradez, pundonor, sentido de la lidia, conocimiento del uso de los trebejos, respeto del enemigo y de los compañeros. Por saber aunar el estilo puro y bizarro con el arrojo sereno y consciente… Por cordobés y torero.