Por Paco Cañamero
Fuente: deltoroalinfinito.com
Hace años que no se escuchan los rugidos de aquel valiente llamado Dámaso Gómez. Ni se observa su presencia en los tendidos de La Glorieta o de Las Ventas, ni por las calles de Salamanca. Tampoco en los tardes de campo del Puerto de San Lorenzo, donde hasta hace algo menos de una década era habitual y los invitados le hacían corro para escuchar sus sentencias y la particular filosofía que hacía gala. Peculiar, distinto, torerazo siempre, el Dámaso madrileño no pasaba inadvertido a nadie. Ni haciendo un recorrido por la Fiesta de esta época, ni analizando los últimas tendencias de la Bolsa, o hablando de su gran pasión futbolera -fue un magnífico delantero en sus años jóvenes- y siempre pone como ejemplo a Vicente del Bosque, a quien  conoció siendo un chaval.
Dámaso Gómez, aquel León de Chamberí, ha sido uno de los toreros más valientes que conocí. Y sobre una de las injusticias más grandes de la Fiesta que a ese hombre no se le haya dado la categoría que se ganó con sobrados méritos de torero valiente y capaz. Siempre me gustó hablar con Dámaso, claro y fiel a sus ideas con quien disfruté tardes de campo en El Puerto de la Calderilla y de toros en la Feria de Salamanca en los años que el viejo Chopera -Manolo- lo invitaba al palco de la prensa. Con el Dámaso lenguaraz que no callaba nada y le cantaba las verdades al lucero del alba. Con éste Dámaso, a quien vi retirarse de los toros un día de San Mateo en La Glorieta ante una terrorífica corrida del Conde de la Corte. Tarde para la historia donde dijo adiós el viejo maestro del barrio madrileño de Chamberí con su garra de siempre al salir a matar a su segundo con cuatro costillas rotas ante la negativa del equipo médico. Fue en la misma corrida que Espartaco, cuya carrera ya hacía aguas, se consagró con Albahaca para volver a tomar aire y donde el aroma de Juan José impregnó La Glorieta.
Esa despedida quedó enmarcada en el cuadro de las emociones y desde entonces ya siempre admiré a aquel hombre de melena aleonada y encanecida. A quien fue un valiente de verdad y luchó, a cara de perro, con Luis Miguel, Ordóñez, Rafael Ortega, César y Curro Girón, Aparicio, El Litri, Gregorio Sánchez… y también con los venideros Puerta, Camino, El Viti, Andrés Vázquez, Paquirri… A ese Dámaso que siempre se enfrentaba a las corridas duras y nunca miró para atrás. A quien fue capaz de hacerse con un hueco en el corazón de los aficionados gracias a su honradez, aunque al final la historia no le ha hecho justicia para la gran masa, pero su nombre pesa mucho entre los profesionales y los aficionados de verdad.
Dámaso Gómez fue un torero que nunca pasó inadvertido por nadie por su raza y por el poder del que hizo gala. Tanto poder que muchos lo comparaban a Luis Miguel Dominguín y, en Madrid, plaza en la que tanto tardó en entrar -como le ocurrió más tarde a otro tocayo suyo, a Dámaso, el de Albacete– se referían a él, con el remoquete de Luis Miguel de los Pobres, algo que en su momento le hizo daño. Como anteriormente hicieron con Parrrita al que denominaban el Manolete de los Pobres.
De Dámaso Gómez se podía escribir largo y tendido, porque es un manantial de anécdotas dentro y fuera de la plaza. Pero, de momento, vayan desde aquí estas líneas como reconocimiento para quien ha sido un gran torero y dueño de un inmenso poderío. Para un valiente de verdad y un personaje en todas las facetas de su vida. Para quien tiene el sello de maestro con todo merecimiento.