LOS PELIGROS DEL ANIMALISMO

Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos intentado decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y los valores de los que son portadoras. En este momento, hay que intentar esbozar las razones que convierten en peligroso el movimiento antitaurino. En sí mismo sólo lo es para la fiesta de los toros; pero el movimiento más general del que es su manifestación y los valores que lo inspiran amenazan mucho más allá que a la fiesta de los toros.

Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las corridas de toros se prohíben en los lugares donde hoy existen ¡asunto zanjado! Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los toros ¿qué es lo que amenazará mañana?

[45] Humanismo o animalismo

Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal (argumentos [5] y [23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo (argumento [39]). Ahora bien, la ideología que se extiende y de la que el movimiento antitaurino es portador consiste en poner en el mismo plano animales y hombres: “¿No somos nosotros también animales? ¿No tenemos que tratar a los animales como tratamos a los hombres?”. La intención parece loable: porque ¿no es una manera de extender a los demás seres vivos la compasión, la simpatía, y por tanto, la moralidad que nos liga a los hombres? Mera apariencia. Porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales. ¿Qué quedaría de los valores de justicia, equidad, generosidad y fraternidad? ¿Qué sería de los valores de la convivencia, si reducimos la comunidad humana a esa otra, infinitamente más vaga y menos exigente, que nos liga a los animales, sea cual sea la afección que tengamos para con algunos o el respeto que debemos a todos?

[46] ¿Hasta dónde irá la “liberación animal”?

La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las condiciones de cría de algunos animales destinados al consumo humano (especialmente cerdos, terneras y pollos) considerándolos puras mercancías. La toma de conciencia de ese fenómeno ha acabado por conmover de manera perfectamente legítima a las poblaciones occidentales, las cuales – por otra parte- no tienen una idea clara del precio que tendrían que pagar por un eventual retorno a una cría más extensiva o más respetuosa con las condiciones de vida de las bestias.

A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización ha hecho perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto con la naturaleza salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra las especies dañinas (pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las ratas transmisoras de la peste) e ignoran la que continúan librando otros hombres en otros lugares (las langostas que destrozan las cosechas africanas, o incluso los perros asilvestrados que infestan multitud de ciudades del tercer mundo). El animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental contemporáneo, lo que era en el imaginario clásico: de bestia terrorífica o animal de labor a víctima o mascota. De ahí la elaboración del mito por la civilización industrial: el de una “naturaleza” pacificada (paraíso perdido donde los animales son libres) y el del Hombre, con mayúscula, representando el Mal, verdugo del Animal con mayúscula, víctima inocente. Esto permite poner a todos los animales en el mismo saco: el gato y el ratón, el lobo y la oveja, el perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de compañía. Este fantasma alimenta los ideales de la “liberación animal”.

Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la fiesta de los toros. No es porque sea más “cruel” objetivamente que todas las formas de explotación animal (se sabe perfectamente que no), ni porque contraríe más la naturaleza de los animales que las demás formas conocidas de domesticación (hemos visto que no), sino porque contradice la imagen aséptica y edulcorada que se tiene actualmente del mundo animal (¿una bestia que combate y puede matar? ¡Inimaginable!) y que parece ser la imagen de la relación del Hombre con su Víctima. ¡Y puesto que habría que “liberar” a todas las víctimas, es por lo que se debe comenzar por esos pobres toros de lidia! Tocamos de nuevo con lo irracional.

Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán soportar? ¿Habría que “liberar” todos los animales que el hombre ha domesticado desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del animalismo en Estados Unidos? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará esta locura “liberacionista”? Hasta el punto de que, tomando conciencia de que la mayor parte de las variedades, razas y especies animales (como el toro de lidia) sólo deben su supervivencia a la relación con el hombre, y que, una vez “liberadas”, no podrían volver al estado salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos de tomar, como única medida “liberatoria” eficaz, la castración y esterilización de todos los animales domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá animales sometidos a los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador americano Gary Francione, que se atreve a llevar la lógica de la “liberación animal” hasta este punto. ¿Es absurdo? Es, cuanto menos, insensato. Sin embargo es absolutamente coherente. De hecho es el único tipo de medida que se deduce racionalmente del principio mismo de la “liberación animal”, eslogan tan ingenuo como irresponsable.

[47] Peligros de una moral prohibicionista

Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya está. ¿Y entonces? La producción de foiegras ya está prohibida en varios países. El Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su comercialización. ¿Y mañana? ¿Habría primero que “desaconsejar vivamente” el consumo de carne y de pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo solo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana, ¿“desaconsejar” la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la invención por parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde irá la obsesión de nuestro “Bien” y la locura prohibicionista?

[48] Animalismo e imperialismo cultural

Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco taurinamente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia de la catalanidad frente al centralismo español. También sabemos que, simétricamente, algunos aficionados de la Cataluña francesa se reafirman como radicalmente taurinos en nombre de esa misma resistencia de la catalanidad ante el centralismo francés. (En Céret se toca “Els Segadors” himno nacional catalán, antes de la salida del primer toro). También sabemos que todo nacionalismo debe reinventar permanentemente su pasado y construirse un enemigo todopoderoso frente al cual debe presentar su propia “nación” como víctima. En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo, y que sería casi cómico si la corrida de toros no fuera mañana la víctima, es que esta resistencia al supuesto imperialismo más cercano (el español) se hace en nombre de los valores, los principios y las normas del imperialismo cultural más potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural anglosajón y sus principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e incluso religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones culturales, ideológicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.

El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la estilización enfática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros, están en el fundamento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres están muy alejadas de las tradiciones de los países anglosajones y de las culturas de tradición protestante de las que se alimenta hoy toda la moral animalista. Pretendiendo zafarse de la dominación de un hermano ¿no caen algunos movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo mucho más lejano?

[49] ¿Y la historia?

Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están persuadidos de que, como la fiesta de los toros es “arcaica” (argumento [29]), tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los antitaurinos están tan persuadidos que desaparecerá por sí misma ¿por qué se empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias veces prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las esgrimidas en la actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo creyente debe a su vida, o del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a fútiles divertimentos, demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba también la perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la moral pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día. ¿Se sabe – por ejemplo — que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en España por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el “ocupante francés” Joseph Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha adaptado a todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera nada más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero, cuando está amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por ejemplo, la afición es cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]); segundo, hoy es cada vez más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo por la fuerza de la globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que hace que viva uno de los períodos más brillantes de su historia reciente.

Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba moribundo, y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido de un folclore caduco, por su compromiso con el “fascismo”; condenado al desuso o a la aniquilación por la música pop, las diversas fusiones y todo lo que aún no se llamaba la “globalización”. Le pasaba lo mismo al fado, en Portugal, ya lo hemos explicado (argumento [30]). Entonces, llegó una nueva generación de cantaores, sinceros y capaces, que quisieron reencontrar las raíces puras de su arte y el flamenco conoció un fenómeno de revival y vivió una de las más bellas páginas de su historia.