Lejos sonaban entonces los inminentes clarines del adiós definitivo en Bogotá cuando César Rincón se despedía de España en Barcelona.

El eco de las voces que coreaban el grito unánime de “¡Torero, Torero!” que lo había seguido desde el 21 de mayo de 1991 en Las Ventas, se apagaba lentamente, como el crepúsculo del Mediterráneo, en los tendidos de la Monumental.

En una sola tarde había concentrado toda la tauromaquia de veinticinco años de leyenda. Las lágrimas brotaron entre aplausos y ovaciones con el quebranto del toro, muerto en la suerte de recibir, sobre la boca de riego callada. Volaban los pañuelos y se agolpaban los recuerdos. Los ojos de César se adentraban en el mundo de las nostalgias durante la vuelta al ruedo, agarrado de las banderas de España y Colombia como de dos asideros de vida, patrias que sustituían en las palmas de sus manos los trofeos de raza y caza, valor y distancias, empaque y solera.

Viajaba Rincón al pasado en aquellos momentos, por su natal barrio Santander, de Bogotá, que había parido en 1965 el torero más importante de la historia en América.

Ni Gaona, quizás ni Armillita, ni Garza –dicho y escrito con los máximos respetos– y toda aquella pléyade de grandiosos toreros que pusieron en lo más alto a México; ni los arrolladores Girón, César y Curro, de Venezuela, tristemente chavista hoy: ningún capitán de la torería americana conquistó tantas tierras ni mantuvo por tantos años su imperio como el César de piedra, Rincón de bronce. De Madrid al cielo y desde el cielo a Francia. Y el universo táurico se rindió a sus pies en el regreso a la Tierra Madre para hacerse héroe y mito sobre un camión de bomberos con cuatro Puertas Grandes de Madrid, ¡cuatro de una tacada!, sobre los hombros.

Desde 1991 Rincón ha paseado a Colombia por el mundo como su más carismático embajador.

César terminó de recorrer el anillo de Barcelona en aquel 23 de septiembre de 2007 sin que le hubiese dado una prórroga el reloj para paladear un segundo más. Como cada tarde, había pensado en mamá Teresa, crespón de luto en el alma como aquel que lucía su manga en la alternativa de 1981.

Antoñete, Manzanares y él, tan poquita cosa, con el afán de la lucha en el esportón como única carta credencial para perseguir los sueños, el mundo onírico que vislumbraba en el horizonte de los paisajes inalcanzables con nueve años, el paraíso de Alicia entre las paredes del patio de su humilde casa, con papá Gonzalo como maestro Jedi de una vocación que hervía en su interior como la lava de un volcán.

Llovió y llovió entre 1981 y 1991 sin que escampase. Para César Rincón nunca acababa de salir el sol. La hora del amanecer se retrasaba como si las manillas no avanzaran y se quedasen siempre marcando las dos, siempre las dos.

Confiesa el torero que aquellos años se hicieron lentos, farragosos, interminables.

La gravísima cornada de Palmira en 1990 colmó el vaso del dolor, y aún nadie sabía que le había inoculado el veneno de una hepatitis C que iba a dar la cara en su plenitud, como un veneno de efectos retardados vertido en los ríos de su sangre que bullía, en la plena eclosión de los años noventa, de pura gloria y frescas rosas, días de vino.

Pero la cornada fue también como la curva de la montaña de rocas que al doblarse desemboca en un fértil mar donde el esfuerzo sembrado se multiplica como los panes y los peces de la parábola.

El 21 de mayo de 1991 cambió el curso de la historia. Encadenó César Rincón tres Puertas Grandes consecutivas en la primavera de mayo y junio. Y una cuarta en octubre. El ciclo de tristeza había concluido, de momento. Rincón había redescubierto el toreo de siempre con las armas de la pureza, las distancias, la profundidad, la sabiduría de un torero en sazón que nunca dejaba de crecer.

La revolución cesarista guardaba un evidente paralelismo con la que una década antes había protagonizado Antoñete sobre la misma arena venteña.

Desde entonces habitó siempre César Rincón en el espíritu de Las Ventas, sin que Las Ventas nunca le regalase ni un gramo de las seis Puertas Grandes –la épica de Bastonito pervive en el recuerdo como la más fiera batalla del último cuarto de siglo, aun sin salida a hombros– que ahora se lleva consigo.

Quienes vivimos el toreo como pasión no olvidaremos jamás, ni cuando crucemos la laguna Estigia hacia la otra orilla, al César eterno de Madrid, sus lecciones, su generosidad, su vida rota y renacida de la hepatitis, su hombría y su grandeza.

25 años no son nada en la vida de algunos simples mortales, pero en la vida de un César son siempre leyenda.