Por José Cueli

Carlos Fuentes le dio nueva vida al toreo en una serie de relatos encadenados uno al otro, piel a piel, uno con relación al otro y a contrapelo, para quien quiera comprender esta continuidad táctil como una tonalidad en que cada caricia, cada mirada, cada acogida, cada pase, son una parte de un todo en una magistral faena en la que el toro, al sentir a Carlos Fuentes torero, se integra pronto a la cadena en que cada pase se enlaza al otro como caricia en una unidad artística excepcional.

Oscuro laberinto de letras, convertidas en palabras y frases en la arena del ruedo de la Plaza de Ronda, la más torera, cuna del arte de torear y de Pedro Romero su fundador, bebía antes de torear el beso de las olas que subían desde el Puerto Banus en sus pliegues en un extraño canto adormecido de verónicas al golpe del mágico conjuro: brisa cadenciosa de la Sierra Morena en las alas del vuelo que retrataba gigantescas ondas y lánguida se adormecía en la verónica de Pedro Romero el rey de los toreros.

Plaza de toros en Ronda, la de Pedro Romero que plasmara Francisco Goya al abrir una herida como gajo caliente: naranja jugosa, dejos negros, donde vivía además del toreo la pintura y las mujeres, sexo en arrullo erótico, carne transparente; ternura de rumor caliente para los toreros como Pedro Romero al que nunca lo cogió un toro y se despachó de la primera estocada a cinco mil o más.

Carlos Fuentes, el torero, es aquel que como a Pedro Romero, el toro le pasa acariciando los alamares de la taleguilla tabaco y oro sin penetrar, virilidad endemoniada del toreo andaluz que burla cornadas cantando por alegrías y seguidillas, y en la semana mayor rompe el místico silencio con la saeta que corta y rasga el espacio natural, muy natural y al natural.

Letras toreras como el horizonte andaluz que repite la balconería de la Plaza de Ronda encadenada balcón a balcón, pase a pase, estocada a estocada en ruedo invadido de oscuridad y claridad en el pincel de Goya y palabras de Carlos Fuentes. Todo ello fundido en los ojos negros de las andaluzas, que ocultan tras las caderas el cuchillo que mata y quita lo valiente a los toreros; sensación entre las piernas de lánguido estar.

Carlos Fuentes resucitó el toreo verdad, el toreo erótico que se transformó en pintura y literatura, el de los toreros naturales y las cómicas de campanillas. Recuerdos imborrables después de las corridas, alientos tristes, empuje del aire que llevaban desde la piel a los pechos gitanos, canto que escalofriaba el bello y resbalaba por el cuerpo en sensaciones descubiertas cada instante como notas y sonidos musicales recreando sinfonías. Escritura que se enlaza, se desenlaza y se pierde con fino tacto en la epidermis. Ansia de ternura escondida. Brillo, tono y matices que transmitía melodías de orquestación sublime, en el oscuro espacio luminoso al vuelo de mariposas revoloteando por el cuerpo.