Bajo del AVE, me planto en la explanada de Atocha, me sitúo, paro un taxi y recalo en un café. Tomo asiento. Aguardo. Salgo a la puerta a dar unas caladas. Veo pasar a un cura fumando en cachimba y a una rusa rubia, con vestido butano, tirando de su maleta con ruedas. Seguida por su terrier del Tíbet, de los usados por los lamas para calentar el lecho, cruza la calzada una morena de caerte al suelo. Miro la hora. Entro, vuelvo a sentarme y, al poco,llega Diego Ramos con un libro bajo el brazo. Aprovechando su escapada de Bayona para ver en la galería madrileña de Mapfre la exposición de Macchiaioli, me trae un ensayo del ya fallecido crítico taurino francés Louis-Gilbert Lacroix y otro del aficionado azteca

Ignacio Garciadiego, unidos en un solo volumen por la Unión de Bibliófilos Taurinos de Francia.

Una pena, que Cagancho, creador de lo irreal incorpore en el texto de Lacroix observaciones mucho más que cuestionables sobre el origen, la música y la danza de los gitanos. Mas no es eso lo que importa. Lo bonito y de aplaudir es que, en 2013, la afición haya consagrado un libro a las andanzas –sus corridas en Burdeos, Orán, Vichy, Tánger, Béziers…– de un gitano, Joaquín Rodríguez Cagancho, que fue todo cuanto en el toreo de bueno se puede ser: leyenda y mito desde el mismo día de su debut sin caballos en la Maestranza. Diego, uno de los pintores taurinos importantes de nuestra época, fascinado desde siempre por el toreo broncíneo y el carismático e intemporal aura de aquel genial artista, ha contribuido a este homenaje a su figura con un retrato empapado de esa viveza y autenticidad que distingue a cuanto sale de sus pinceles.

Desde que, siendo niño, le vislumbré en México cuando fue a ver bailar a mi madre, nunca se ha ido Cagancho de mi cabeza ni –en virtud de lo mucho que siempre escuché hablar de él en casa– de mi imaginario mitológico. Siempre he sentido que, aunque imperceptible por ojos y oídos profanos, Cagancho, como el investigador que en El experimento del doctor Honigberger de Eliade se vuelve invisible, continúa entre nosotros. Corrochano lo siguió a Toledo y, deslumbrado, escribió una crónica que casi motiva su incorporación al santoral. Llegas a la calle de Echegaray, entras en Burladero, y allí tienen Manolo y Baudi, enmarcado, el natural por alto de Cagancho, el de su última tarde en Sevilla. En Triana, te dejabas caer por El Mantoncillo, que Pepe Lérida ha cerrado tras jubilarse, y aquello era poco menos que un santuario en honor de Joaquín Cagancho.

He abierto el libro con la curiosidad primaria de averiguar si contenían sus páginas alguna imagen suya con Gitanillo de Triana y mi abuelo en Burdeos, donde se dio en 1948 el cartel de los tres gitanos, sensación de aquella temporada a raíz del éxito de clamor cosechado por la terna en Vista Alegre. Pero nada. Está visto que no voy a conseguir nunca fotos de aquella corrida (ni de otra –Domingo Ortega, Rafael Albaicín y Pepín– celebrada el mismo año en Béziers). A ver si José Antonio del Moral, asiduo de las ferias de allí, lee este artículo y me orienta. Al menos, de la primera tengo el programa de mano, que los aficionados de Mont-de-Marsan me hicieron llegar vía José Manuel Sandín.

El libro incluye las impresiones suscitadas por el Cagancho aún novillero en los revisteros franceses y, además, en compensación, me encuentro con estampas suyas que no conocía, tomadas durante sus trasteos en el país vecino, cuya frontera le sirvió para tomar el olivo en 1936, cuando se sabía ya sentenciado a muerte por las milicias madrileñas y barcelonesas y se embarcó en una huida que lo llevó a bautizar en Caracas a un hijo de Silveti. Luego, reemprendió sus campañas toreras en la zona nacional, pero, lo mismo –¡cochina política!– que en la roja, toreando gratis. En realidad, Cagancho siempre, de alguna forma, toreó gratis, desde el momento en que su arte era… impagable. Sus contrastes resultaban tan magníficos que la gente, o quemaba la plaza, o se echaba al ruedo para sacarlo a hombros. Vulgaridad, nunca. Media de éxitos o fracasos, ninguna: medianía es siempre mediocridad.

Tras despedirme de Diego y pisar la acera, un panfletero me endosa la publicidad de una liquidación de colchones. Que recuerde, esta tienda anda saldando existencias más o menos desde que me asiste uso de razón. La leo, y pienso en las almohadillas lanzadas por centenares a Cagancho desde los tendidos que lo adoraban. ¡No todos han disfrutado del honor! Debe ser duro, eso de salir de la plaza despedido por el silencio. En México se le quiso y admiró tanto que formó parte del panteón torero con idéntico rango que Silverio, Armillita, Garza o Solórzano. Allí hizo cine, allí toreó sus últimas corridas y allí descansa su cuerpo: plata en las sienes, oro de ley en las medallas y –estoy seguro– incorrupto.